jueves, 16 de febrero de 2012

Dietas e indignación. Por Gonzalo Neidal

Hace un par de días, los diputados y senadores nacionales decidieron duplicarse sus asignaciones y, como ocurre siempre en estos casos, se disparó la discusión. Es un tema que se presta para la demagogia fácil.
Lo hemos dicho varias veces: los funcionarios, los legisladores, los jueces, deben ganar bien.
Su función es importante y necesitamos allí los mejores hombres y mujeres, los más capaces, para legislar, para impartir justicia o para ejecutar políticas.
Los políticos deben estar concentrados en sus tareas, que son decisivas para la marcha del país, y despreocupados de su sustento pues reniegos tales le impedirían aplicar sus mejores esfuerzos a su labor específica, que no es otra que mejorar nuestro nivel de vida, en todo sentido.
Hace algunos años, en tiempos de la convertibilidad, un ministro de economía manifestó su necesidad de ganar 10.000 dólares como retribución para tan importante cargo. Surgieron los cuestionamientos de rigor y los escándalos del caso. Y hoy ocurre algo similar. ¿Cuál debería ser el sueldo de quienes tienen en sus manos los destinos del país? Por sus narices (las de legisladores, jueces y funcionarios ejecutivos) pasan asuntos millonarios sobre los que ellos deben decidir conforme al interés común y permanecer ajenos a la seducción monetaria con la que seguramente son tentados para que añadan su firma a proyectos y resoluciones inconvenientes para el país.
Todo eso es correcto. Todo está bien.
Pero no pueden ignorarse algunas cuestiones. En primer lugar, un aumento del ciento por ciento en un país en que el organismo oficial que mide el aumento del costo de vida dictamina menos del 10% anual, diez veces ese porcentaje parece algo fuera de escala. Que los legisladores ganen bien, no quiere decir que cualquier cifra, cualquier aumento, pueda resultar aceptable y justificado.
Por otra parte, vivimos un tiempo en que tanto el poder legislativo como el judicial, han dado muestras de haberse constituido en virtuales apéndices del ejecutivo. Los legisladores son, en la mayoría de los casos, levantamanos que aprueban todo lo que les llega del ejecutivo. Y los jueces (con las excepciones del caso), están representados en la imagen de Oyarbide, siempre atento a la protección del poder de turno, con el deterioro institucional que ello significa.
Es razonable, entonces, que una duplicación de las dietas de los legisladores cause genuina indignación en algunos sectores cuyos ingresos han quedado sumamente retrasados en relación con el costo de vida real.
Podríamos pensar que este aumento, así como las elevadas retribuciones a los funcionarios y jueces, es una compensación adecuada en razón de todos ellos se han mostrado ajenos a hechos que los llevarían por los oscuros caminos de la corrupción.
Y es verdad: nuestro país no registra hechos de corrupción, si nos atenemos a la lista de los condenados por la justicia. Hemos sido bendecidos por el Creador al no tener, como ocurre en otros países, funcionarios corruptos que nos avergüencen con una moral cuestionable. Brasil, por ejemplo, carece de esta fortuna ya que media docena de ministros de la presidenta Dilma Rousseff han sido separados de su cargo por hechos de corrupción. No es nuestro caso. En Argentina, varios funcionarios han sido investigados, con pruebas que resultaban abrumadoras (Caso Skanska, Caso Jaime, Ciccone Calcográfica, etc) y, sin embargo, pese a tanta presunción en su contra, ninguno ha sido condenado. Vivir en el país menos corrupto del mundo tiene sus costos, tal ha sido, en esencia, la argumentación de Julián Domínguez, presidente de la Cámara de Diputados.
En un momento en que el gobierno ha comenzado a recoger el barrilete de los gastos, a quitar subsidios, a negar apoyo a los afectados por la sequía, a transferir servicios porque ya no puede financiarlos, es inevitable que la duplicación de las dietas de los legisladores genere desacuerdos y rechazos.
Se vienen tiempos en que los recursos públicos comenzarán a escasear, la actividad económica a debilitarse y los ingresos a menguar. En ese contexto, la indignación hacia los que viven en una abundancia cuya justificación no está demasiado a la vista, era esperable, aunque de ellos nadie sospeche que están incursos en corrupción y todos estemos seguros de que se trata de verdaderas carmelitas descalzas.




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