martes, 14 de febrero de 2012

Discursos, sequía y productividad. Por Gonzalo Neidal

Confieso que para mí es un misterio completo la razón por la cual la presidenta habla casi todos los días. Intuyo el motivo: las encuestas y afinadas mediciones de sus asesores deben acusar que eso es beneficioso para sumar voluntades políticas.
Forma parte también de un estilo publicitario que no ha sido inventado por el gobierno sino que registra antecedentes en gobiernos similares: machacar, insistir, abundar, repetir, resaltar, saturar al televidente, al oyente de radio, al lector de diarios. Es probable que los sociólogos que la asesoran hayan llegado a la conclusión que este método, que a muchos puede parecernos horrendo y chocante, es el que permite recoger los mejores frutos pues hay días en que la presidenta aparece y habla sin pausa, de una a la otra punta de la semana.
Probablemente todo esto cambie cuando la curva de las adhesiones comience su trayectoria descendente, que es algo que siempre ocurre, más tarde o más temprano. En ese momento, lo que era aplaudido comienza a ser aborrecido.
Además, en cada discurso, y con la convicción presidencial de que domina el arte de la oratoria y la comunicación más su insistencia en improvisar, comete errores, algunos risueños y otros no tanto.
Ayer, por ejemplo, aludió a la sequía con palabras desafortunadas e innecesarias.¿Para qué decir que la sequía ha sido ínfima? En este punto, los promedios no tienen valor alguno para el productor que contó con el infortunio de no recibir lluvias y, por eso, ha perdido toda su cosecha. Él no puede compensar su falta de agua con la abundancia de otra zona, de otros productores. ¿Para qué agredir al campo en este momento? El gobierno es uno de los principales beneficiarios de la prosperidad del campo que además no ha sido producto de ninguna política oficial sino de factores externos. Atacar aquello de lo que nos beneficiamos es un  comportamiento, cuanto menos, curioso y autodestructivo.
Por otra parte, la presidenta habló de la productividad. También tuvo ahí conceptos un tanto confusos. La productividad, a secas, es la productividad de la mano de obra, y su aumento vertiginoso es un fenómeno de la época, derivado de los avances tecnológicos. Cada vez se obtiene más producto con menos horas de trabajo. Si las empresas no se tecnifican, se debilitan y mueren. Si no incorporan maquinarias y tecnología cada vez más moderna, sus competidores las arrollan. Así funciona el capitalismo y es éste uno de los mecanismos esenciales del aumento de la producción y, en definitiva, del progreso.
Se trata de uno de los grandes desafíos del momento: cada vez menos gente produce cada vez más. La incorporación de tecnología, en cierto modo, atenta contra el nivel de empleo. Pero se trata de un espiral del que no podemos bajarnos: sin tecnología, sin aumento de la productividad, las consecuencias a largo plazo son siempre negativas, desastrosas.
En su discurso de ayer, la presidenta encaró el problema pero lo hizo de un modo ingenuo. Dijo que “los empresarios tienen que entender que no solamente (hay que) aumentar la productividad, sino también la inversión para incorporar más gente, para poder atender más y mejor al mercado interno". Y propugnó “que haya una distribución del trabajo, y no solamente que vía aumento de la productividad se tengan siempre los mismos empleados y no ingresen otros nuevos que quedan en el circuito negro o sin empleo".
Esas palabras nos hacen pensar que el fenómeno no está siendo comprendido en toda su dimensión: el aumento de la productividad significa siempre desplazamiento de mano de obra, al menos para igual producto. Son dos variables en conflicto. Raúl Prebisch ya había visto el fenómeno en 1981, cuando escribió su último libro, Capitalismo Periférico. Ahí él señalaba que la solución no consistía en desdeñar la tecnología sino en la generación de nuevas actividades que incorporarían la mano de obra desplazada.
Pero el concepto presidencial cierra cuando se refiere a “la mejor atención del mercado interno”. El aumento de la productividad logra ese objetivo pero, además, nos permite competitividad internacional, un ensanchamiento del mercado fronteras afueras.
Aunque pueda sonar patriótico, la defensa del mercado interno, tal como está planteada, restringe las posibilidades de expansión de la industria, la achancha, la limita y la induce a no incorporar tecnología pues le puede resultar ociosa ante un mercado interno protegido, que excluye la competencia. Y eso, a la larga, significa menor producción relativa, precios más elevados en términos relativos y disminución de los salarios reales.
En los noventa la producción de automotores subió de 90.000 unidades a 400.000 pero la ocupación en el sector no creció en la misma proporción sino que lo hizo de un modo ínfimo: apenas el 10%. De eso se trata la productividad.
Todo indica que la escasez de dólares está llevando al gobierno a modificar su política económica hacia conceptos ya abandonados en todo el mundo.
Y ése es un camino que nos lleva hacia el pasado.


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