martes, 21 de febrero de 2012

Amalita y sus críticos. Por Gonzalo Neidal

Era cantado: nada iba a salvar a Amalia Lacroze de Fortabat de que, a su muerte, una parte de la prensa –especialmente la vinculada con el gobierno nacional- le cayera encima con ferocidad.
Ni siquiera el hecho de que ya, con 90 años, estuviera retirada de los negocios porque en 2005 vendió a una firma brasileña todas sus canteras y plantas de cemento.

Tampoco que se haya mantenido ajena al proceso de privatizaciones, siendo que su amistad con Carlos Menem le hubiera podido significar seguramente un lugar de privilegio en los negocios derivados del pase a manos privadas de las más importantes empresas públicas.
Y menos aún que el eje de su actividad empresaria, ya sea en el agro o en la industria, haya estado centrado siempre en la producción y no en la especulación financiera.
En la Argentina, se sabe, el éxito empresario es siempre sospechoso y nunca es considerado un mérito digno de aplauso. Ser empresario ya es, de por sí, una pesada carga prontuarial y si además, se despliega una cierta habilidad productiva, resulta insoportable y merece poco menos que la hoguera.
Amalia Lacroze, es cierto, heredó un imperio pero supo cómo consolidarlo y extenderlo, lo que le permitió ascender a la cumbre entre las personas más acaudaladas de la Argentina. Proveniente de una familia de la alta sociedad porteña, tuvo la juvenil audacia de quebrantar las normas sociales de su tiempo al divorciarse para unirse con Alfredo Fortabat, empresario del cemento, mucho mayor que ella. La muerte de éste la puso al frente de la empresa, a la que hizo multiplicar su capital, potencia productiva e influencia.
Su pertenencia a la aristocracia porteña hizo de ella un tipo empresarial ya extinguido: culta, políglota, adherente de causas filantrópicas,  coleccionista de arte, amiga de los más poderosos del mundo, frecuentadora de presidentes de varios países. Reinaba en una actividad empresarial necesariamente vinculada al crecimiento del país y de su obra pública. Esto último la obligaba a sostener buenas relaciones con gobiernos de todo color político, lo que sin duda hizo con garbo y soltura.
En tiempos de Néstor Kirchner el gobierno clamaba por el surgimiento de una “burguesía nacional”, con todo lo que ello implica, es decir de un grupo de empresarios autóctonos con garra, aptitud emprendedora, decididos a establecer un proyecto de país, apoyarlo, difundirlo y llevarlo a cabo. En los países más exitosos del mundo existe una ligazón múltiple entre los gobiernos de turno y la clase empresaria. La defensa de la empresa nacional, especialmente de la gran empresa, es una política de estado. Los gobierno de todos los signos administran teniendo en cuenta sus intereses, que consideran son los intereses del propio país pues, entienden, una clase empresaria fuerte se corresponde con un país poderoso.
Pero ahora, con Cristina, ha recrudecido el ataque a los empresarios, sean del campo o de la industria. Se los considera poco menos que enemigos. Desde las usinas intelectuales del gobierno, ser un empresario grande y exitoso constituye un demérito evidente.
Esto quizá provenga de la supervivencia de restos, en franca descomposición, de un anterior pensamiento socialista que hoy –en el panorama mundial de estos tiempos- resulta inconfesable e imposible de defender con argumentos serios y menos aún desde una posición de poder. De esa idea de otros tiempos ha quedado como rezago un odio al empresario que aflora a cada momento y un rechazo al progreso capitalista centrado en la empresa privada, sistema que prevalece en todos los países, incluso en los que hasta hace poco integraban el segundo mundo, hoy disuelto.
El cuestionamiento que se hace de Amalita, como de la inmensa mayoría de la clase empresaria argentina, proviene del rechazo consciente o inconsciente, tácito o explícito, que los intelectuales oficiales deparan a la empresa privada exitosa, en todas sus formas. Es curioso: en estos años ha prosperado un puñado de empresarios sin mérito competitivo alguno sino solamente por su arte de buscar y conseguir cobijo bajo el ala protectora del estado, favorecerse con contrataciones y beneficiarse con todas las ventajas derivadas de la vecindad del poder. Así hemos tenido empresarios que compraron la quinta parte de una empresa petrolera sin aportar un solo peso, choferes devenidos en fuertes propietarios de medios y hasta presidentes que compran tierras fiscales a valores irrisorios y la venden dos años después por montos millonarios.
Ante este modelo de capitalistas sin riesgo y al amparo del poder, Amalia Fortabat sobresale luminosa en el horizonte de la historia industrial argentina. Sin duda alguna.



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