martes, 6 de septiembre de 2011

El estratégico lugar del campo. Por Daniel V. González

El anuncio presidencial de anoche, curiosamente realizado en Tecnópolis y no en la Sociedad Rural u otra organización gremial patronal agraria, es el reconocimiento cabal de que el debate económico argentino ha entrado en un nuevo escenario. Hasta no hace muchos años era un lugar común afirmar que la producción agropecuaria era una característica propia del “viejo país” y que, por el contrario, la industrialización metalmecánica representaba “la nueva Argentina”, la de los fierros, de las máquinas, de los metales, de los trabajadores industriales a quienes, además, se le asignaba sin discusiones un rol protagónico en la lucha política y en las revoluciones por venir.
El primer peronismo fue quien puso la piedra fundacional de ese edificio ideológico que quizá contaba con justificación en los años de posguerra.


Luego vino la CEPAL (Comisión Económica para América Latina, de las Naciones Unidas) que presidió durante largos años el argentino Raúl Prebisch. Ese organismo propagó a los cuatro vientos y durante medio siglo su teoría que nos advertía sobre “el deterioro de los términos del intercambio”. Esto significaba que debíamos procurar, a toda costa, industrializarnos pues si consevábamos nuestro mísero estatus de productores primarios, entonces debíamos entregar cada vez más productos agropecuarios por cada vez menos productos industriales. Esta teoría tenía su razón de ser en el largo medio siglo que trascurrió desde la posguerra pero comenzó a trastabillar ya en los ochenta, con el surgimiento de una nueva revolución tecnológica.

Como decía Goethe: “gris es toda teoría pero verde es el árbol de la vida”. A comienzos del nuevo siglo, la historia mundial tomó para un lado imprevisto. Aparecieron China y la India. Los países industrializados mostraron signos de una gran fatiga económica y los subdesarrollados, ahora denominados emergentes, comenzaron a crecer de un modo asombroso e inopinado.

Entonces, todo lo que habíamos aprendido en los 50 años anteriores, se nos hizo agua entre los dedos. Lo que antes era malo o, cuanto menos, inapropiado, ahora se transformó en una bendición. Producir alimentos ya no es una muestra de atraso y una condena a un futuro de miseria sino una llave para el futuro. Allí estamos parados en este momento.

Afortunadamente, nuestro sector agropecuario hizo los deberes en forma adecuada. Silenciosamente, casi sin mayor colaboración del estado, transformó las mentadas ventajas comparativas, que algunos economistas denominaban, peyorativamente, “estáticas”, en razón de habernos sido asignadas por la naturaleza. Ahora, con investigación, inversión y espíritu empresario, los productores argentinos potenciaron la producción y pusieron a la Argentina en el podio mundial de la eficiencia en el sector.

La demanda mundial nos favorece grandemente, es cierto. Pero lo decisivo es que esa demanda encontró a un agro en condiciones de responder, gracias a largos años de sudor inversionista y emprendedor.

Durante la primera década del siglo y sin que se pueda vislumbrar con certeza el final de estas condiciones favorables, el agro argentino le está cambiando, con su aporte, el rostro al país. Pero, además, nos está conminando a repensar algunos conceptos básicos del crecimiento económico que venimos repitiendo sin mayores modificaciones, desde hace décadas.

El lanzamiento del plan agro alimentario anunciado anoche por la presidenta, además de las obvias connotaciones electorales, significa una rectificación de la valoración que el gobierno hace del sector agropecuario.

Y es razonable que así sea: después de todo, el “yuyito” nos está permitiendo crecer a tasas impensadas.

Nunca es tarde para descubrir el agujero del mate.

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