lunes, 13 de agosto de 2012
YPF y el ADN kirchnerista. Por Gonzalo Neidal
Del
mismo modo que los biólogos pueden determinar la pertenencia o el vínculo de
una célula con el todo, de la misma manera que la semilla ya contiene al árbol,
cada acto de gobierno –de éste o de cualquier otro- nos permite, cuanto menos,
intuir el conjunto. Es como si existiera un ADN sociológico o político, una
impronta que habita y aprisiona los gestos del gobierno marcándole una
identificación inconfundible y, a la vez, ineludible.
Cuando
la presidenta decidió la expropiación de YPF, formuló un par de advertencias
que a muchos sonó como una corrección de los criterios vigentes hasta el
momento en materia de empresas públicas. La presidenta advirtió que no sería
“una beca”, liviana expresión que, muchos pensamos, intentaba tirar una línea
demarcatoria con Aerolíneas Argentinas puesta en manos de jóvenes inexpertos
despreocupados por la eficiencia y el voluminoso déficit que genera. Todo hacía
pensar que, en el caso de YPF se pondría en un primer plano el profesionalismo
y la aptitud técnica, por tratarse de un recurso económico clave. Una zona
económica en la que las improvisaciones tendrían un alto costo económico y
político.
La
otra señal, a tono con la proscripción del concepto becario, fue la designación
al frente de YPF de un profesional altamente calificado y con experiencia
probada en el tema: Miguel Galuccio. Esto significaba una clara muestra de intenciones
en la dirección correcta. Los caprichos políticos quedarían a un lado pues el
centro del escenario era ocupado por la solvencia técnica y la búsqueda de la
eficiencia por encima de cualquier otra consideración.
Sin
embargo, pasados los meses, todo indica que el gobierno ha vuelto a las
andadas. Informaciones de diversas fuentes indican que, nuevamente, la política
ha avanzado sobre el profesionalismo, que es lo mismo que decir que el voluntarismo
está desplazando a los prudentes criterios técnicos en un tema tan delicado
como el petróleo.
Sin
consultar al presidente de YPF, el gobierno puso bajo su control estricto a
todo el sector, lo que significó una mala señal para los potenciales inversores
que se declaraba convocar para cumplir los objetivos propuestos.
Lo
que Roberto Lavagna calificó como la “sovietización” del sector, excluye toda
inversión externa pues ningún inversor quiere someter su dinero a las
decisiones erráticas de un gobierno carente de previsibilidad. Probablemente
Axel Kicillof, que habría sido el ideólogo de la estrategia, piensa que el
gobierno no necesita de aportes provenientes del exterior. Como él ya ha
declarado, la sola mención de la necesidad de un “buen clima de negocios” es
algo que le produce rechazo. Ha de ser porque eso supone reglas claras para
invertir, condiciones tentadoras para quienes quieran sumar sus capitales a la
producción petrolera, utilidades razonables, etcétera.
Nadie
invierte si no es para ganar dinero y si no tiene garantías suficientes de que
su capital está seguro en el país. Estas son las reglas que rigen en todos los
países que reciben inversiones, incluido China, que lleva más de 60 años de
socialismo pero que no come vidrio y conoce las reglas inviolables del
capitalismo para quienes quieren recibir el aporte de la inversión y el
conocimiento extranjeros.
Pero
el voluntarismo (como hipertrofia de la voluntad y prescindencia de datos
claves de la realidad) y el prejuicio parecen ser un dato genético que, pese a
las declaraciones, a las intenciones declamadas y a las promesas, aflora más
temprano que tarde en cada acto de este gobierno.
Como
en la fábula de la rana y el escorpión, el aguijón ponzoñoso termina por
aflorar. Galuccio, a mitad del río, se encuentra en una difícil situación. Ha
quedado prisionero de un pretencioso voluntarismo que supone que la economía
carece de normas duras y que cualquier cosa puede hacerse con la sola condición
de tomar la decisión.
Es
la historia de siempre. Y los resultados también serán los de siempre.
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