Hace algunos días ha muerto, a los 95 años, el historiador marxista Eric Hobsbawn. El que se transcribe es un reportaje publicado en el número correspondiente a marzo-abril de 2010 de The New Left Review, edición en español.
Su libro Age of Extremes termina en 1991
con una visión sobre el colapso de las esperanzas de una Edad de Oro para el
mundo. ¿Cuáles son los principales cambios que ve desde entonces en la historia
mundial?
¿Qué más le ha sorprendido desde entonces?
Nunca dejo de sorprenderme ante la absoluta locura del proyecto neoconservador, que no solamente pretendía que el futuro era Estados Unidos, sino que incluso pensó que había formulado una estrategia y una táctica para alcanzar ese objetivo. Hasta donde alcanzo a comprender, en términos racionales, no tuvieron una estrategia coherente.
¿Puede prever alguna recomposición política de lo que una vez fue la clase obrera?
No en la forma tradicional. Marx estaba, sin duda, en lo cierto al predecir la formación de grandes partidos de clase en una determinada etapa de la industrialización. Pero estos partidos, si tenían éxito, no funcionaban como partidos exclusivos de la clase obrera: si querían extenderse más allá de una clase reducida, lo hacían como partidos populares, estructurados alrededor de una organización inventada por y para los objetivos de la clase obrera. Incluso así, había límites para la conciencia de clase. En Gran Bretaña, el Partido Laborista nunca obtuvo más del 50 por ciento de los votos. Lo mismo sucede en Italia, donde el PCI era todavía más un partido popular. En Francia, la izquierda se basaba en una clase obrera relativamente débil pero políticamente fortalecida por la gran tradición revolucionaria, de la que se las arregló para convertirse en imprescindible sucesora, lo cual le proporcionó a ella y a la izquierda mucha más influencia.
El declive de la clase obrera manual en la industria parece algo definitivo. Hay, o habrá, mucha gente que quede realizando trabajo manual, y la defensa de sus condiciones es una tarea importante para todos los gobiernos de izquierda. Pero ya no puede seguir siendo el principal fundamento de sus esperanzas: carece del potencial organizativo de la vieja clase obrera y ya no tiene, ni siquiera en teoría, potencial político. Ha habido otros tres importantes desarrollos negativos. El primero es, desde luego, la xenofobia, que para la mayoría de la clase obrera es, como dijo una vez Bebel, el “socialismo de los tontos”: salvaguardar mi trabajo contra gente que compite conmigo. Cuanto más débil es el movimiento obrero, más atractiva es la xenofobia. En segundo lugar, gran parte del trabajo y del trabajo manual que la administración pública británica solía llamar “categorías menores y de manipulación”, no es permanente sino temporal; por ejemplo, estudiantes o emigrantes trabajando en catering. Eso hace que no sea fácil considerarlo como un potencial organizable. La única forma fácilmente organizable de esa clase de trabajo es la que está empleada por autoridades públicas, razón por la cual estas autoridades son políticamente vulnerables.
El tercero y el más importante de estos desarrollos es, desde mi punto de vista, la creciente ruptura producida por un nuevo criterio de clase, en concreto, aprobar exámenes en colegios y universidades como un billete de acceso para el empleo. Esto puedes llamarlo meritocracia, pero está medida, institucionalizada y mediatizada por los sistemas educativos. Lo que ha hecho es desviar la conciencia de clase desde la oposición a los empleadores a la oposición a juniors de una u otra clase, intelectuales, elites liberales, gente que está engañándonos. Estados Unidos es un típico ejemplo de esto, pero, si miras a la prensa británica, verás que no está ausente en el Reino Unido. El hecho de que, cada vez más, obtener un doctorado o al menos ser un posgraduado también te da una oportunidad mejor para conseguir millones complica un poco la situación.
¿Puede haber entonces nuevos agentes? Ya no puede ser en términos de una sola clase, pero entonces, desde mi punto de vista, nunca lo pudo ser. Hay una política de coaliciones progresista, incluso de coaliciones tan relativamente permanentes como las de, por ejemplo, la clase media que lee The Guardian y los intelectuales, la gente con niveles educativos altos, que en todo el mundo tienden a estar más a la izquierda que los otros, y la masa de pobres e ignorantes. Ambos grupos son esenciales para ese movimiento, pero quizá sean más difíciles de unificar que antes. En cierto sentido, para los pobres es posible identificarse con multimillonarios, como pasa en Estados Unidos, diciendo “si tuviera suerte me podría convertir en una estrella del pop”. Pero no puedes decir “si tuviera suerte ganaría el Premio Nobel”. Esto es un verdadero problema para coordinar las políticas de personas que objetivamente podrían estar en el mismo bando.
¿En qué se diferencia la crisis actual de la Gran Depresión?
1929 no empezó con los bancos; no colapsaron hasta dos años después. Por el contrario, el mercado de valores desencadenó una crisis de la producción con un desempleo mucho más elevado y un mayor declive real de ésta del que se había conocido nunca. La actual depresión ha tenido una incubación mayor que la de 1929, que llegó casi de la nada. Desde muy temprano debía haber estado claro que el fundamentalismo neoliberal producía una enorme inestabilidad en el funcionamiento del capitalismo. Hasta 2008 parecía afectar solamente a áreas marginales: América Latina en la década de los noventa y principios de la siguiente, el sudeste asiático y Rusia. En los países más importantes, todo lo que significaba eran colapsos ocasionales del mercado de valores de los que se recuperaban con bastante rapidez. Me pareció que la verdadera señal de que algo malo estaba pasando debería haber sido el colapso de Long-Term Capital Management (LTCM) en 1998, que demostraba lo incorrecto que era todo el modelo de crecimiento; pero no se consideró de esa manera. Paradójicamente, llevó a un cierto número de hombres de negocios y de periodistas a redescubrir a Karl Marx como alguien que había escrito algo de interés sobre una economía moderna y globalizada; no tenía absolutamente nada que ver con la antigua izquierda.
La economía mundial en 1929 no era tan global como la actual. Esto, por supuesto, tuvo alguna consecuencia; por ejemplo, hubiera sido mucho más fácil para la gente que perdió su trabajo regresar a sus pueblos de lo que es actualmente. En 1929, en gran parte del mundo fuera de Europa y América del Norte, los sectores globales de la economía eran realmente áreas que en gran medida no afectaron a lo que las rodeaba. La existencia de la URSS no tuvo efectos prácticos sobre la Gran Depresión, pero sí un enorme efecto ideológico: había una alternativa. Desde la década de los noventa hemos asistido al auge de China y de las economías emergentes, que realmente ha tenido un efecto práctico sobre la actual depresión porque ha ayudado a mantener una estabilidad mucho mayor de la economía mundial de la que hubiera alcanzado de otro modo. De hecho, incluso en los días en que el neoliberalismo afirmaba que la economía prosperaba de modo exuberante, el crecimiento real se estaba produciendo en su mayoría en estas economías recientemente desarrolladas, especialmente en China. Estoy seguro de que si China no hubiera estado ahí, la crisis de 2008 hubiera sido mucho más grave. Por esas razones, creo que vamos a salir de ella con más rapidez, aunque algunos países, particularmente Gran Bretaña, continuarán realmente en crisis durante bastante tiempo.
¿Qué pasa con las consecuencias políticas?
La depresión de 1929 condujo abrumadoramente a un giro hacia la derecha, con la gran excepción de América del Norte, incluido México, y de los países escandinavos. En Francia, el Frente Popular de 1936 solamente tuvo el 0.5 por ciento más de votos que en 1932, así que su victoria marcó un cambio en la composición de las alianzas políticas en vez de algo más profundo. En España, a pesar de la situación cuasirrevolucionaria o potencialmente revolucionaria, el efecto inmediato fue también un movimiento hacia la derecha, y desde luego ése fue el efecto a largo plazo. En la mayoría de los otros Estados, en especial en el centro y este de Europa, la política se movió claramente hacia la derecha. El efecto de la actual crisis no está tan definido. Uno puede imaginarse que los principales cambios o giros en la política no se producirán en Estados Unidos u Occidente, sino casi seguro en China. Pero sólo se puede especular sobre cuáles serán.
¿Cree que China continuará resistiendo la recesión?
No hay ninguna razón especial para pensar que de repente dejará de crecer. El gobierno chino se ha llevado un buen susto con la depresión, porque ésta obligó a una enorme cantidad de empresas a detener temporalmente su actividad. Pero el país todavía está en las primeras etapas del desarrollo económico y hay muchísimo espacio para la expansión. No quiero especular sobre el futuro, pero podemos imaginarnos a China dentro de veinte o treinta años siendo a escala mundial mucho más importante de lo que es hoy día; por lo menos económica y políticamente, no necesariamente en términos militares. Desde luego, tiene problemas enormes y siempre hay gente que se pregunta si el país puede mantenerse unido, pero yo creo que tanto la realidad del país como las razones ideológicas continúan militando poderosamente para que la gente desee que China permanezca unida.
Pasado un año, ¿como valora la administración Obama?
La gente estaba tan encantada de que hubiera resultado elegido un hombre de su perfil, y encima en una situación de crisis, que muchos pensaron que estaba destinado a ser un gran reformador, a hacer lo que hizo Roosevelt. Pero no lo estaba. Empezó de mala manera. Si comparas los primeros cien días de Roosevelt con los de Obama, lo que destaca es la predisposición de Roosevelt a apoyarse en consejeros no oficiales, para intentar algo nuevo, comparado con la insistencia de Obama de permanecer en el mismo centro. Pienso que ha desperdiciado la ocasión. Su verdadera oportunidad estuvo en los tres primeros meses, cuando el otro bando estaba totalmente desmoralizado antes de que fuera capaz de reagruparse en el Congreso, y no la aprovechó. Uno puede desearle buena suerte, pero creo que las perspectivas no parecen demasiado alentadoras.
Si observamos el escenario más caliente del conflicto internacional, ¿cree que la solución de los dos Estados, como se imagina actualmente, es un proyecto creíble para Palestina?
Personalmente, dudo de que lo sea por el momento. Cualquiera que sea la solución, no va a suceder nada hasta que Estados Unidos decida cambiar totalmente su manera de pensar y presione a los israelíes. Y no parece que eso vaya a suceder.
¿Cree que hay alguna parte del mundo donde todavía existan o parezca posible que revivan proyectos positivos, progresistas?
En América Latina, ciertamente, la política y el discurso público general todavía se desarrollan en los términos —liberales, socialistas, comunistas— de la vieja Ilustración. Ésos son los lugares donde encuentras militaristas que hablan como socialistas, que son socialistas. Encuentras un fenómeno como Lula, basado en un movimiento de la clase obrera, y encuentras a Morales. Adónde conduce todo esto es otra cuestión, pero todavía se puede hablar el viejo lenguaje y todavía están disponibles las viejas formas de la política. No estoy completamente seguro sobre América Central, aunque hay indicios de un pequeño resurgir en México de la tradición de la Revolución; tampoco estoy muy seguro de que vaya a llegar muy lejos, ya que México ha sido prácticamente integrado a la economía de Estados Unidos. Creo que América Latina se benefició de la ausencia de nacionalismos etnolingüísticos y de divisiones religiosas; eso hizo mucho más fácil mantener el viejo discurso. Siempre me sorprendió que, hasta hace bien poco, no hubiera signos de políticas étnicas. Han aparecido entre movimientos indígenas de México y Perú, pero no a una escala parecida a la que se produjo en Europa, Asia o África.
Siempre ha sido crítico con el nacionalismo como fuerza política, advirtiendo a la izquierda que no lo pintara de rojo. Pero también ha reaccionado con energía contra las violaciones de la soberanía nacional en nombre de las intervenciones humanitarias. ¿Qué clase de internacionalismo, después del fallecimiento de los que nacieron con el movimiento obrero, son deseables y viables hoy día?
En primer lugar, el humanitarismo, el imperialismo de los derechos humanos, no tiene nada que ver con el internacionalismo. O bien es una muestra de un imperialismo revivido, que encuentra una adecuada excusa —perfectamente sincera incluso— para la violación de la soberanía nacional, o bien, más peligrosamente, es una reafirmación de la creencia en la superioridad permanente del área que dominó el planeta desde el siglo XVI hasta el XX. Después de todo, los valores que Occidente pretende imponer son valores específicamente regionales, no necesariamente universales. Si fueran valores universales tendrían que ser reformulados en términos diferentes. No creo que estemos aquí ante algo que sea en sí mismo nacional o internacional. Sin embargo, el nacionalismo sí entra en él porque el orden internacional basado en Estados-nación, el sistema westfaliano, ha sido en el pasado, para bien o para mal, una de las mejores salvaguardas contra la entrada de extranjeros en los países. No hay duda de que, una vez abolido, el camino está abierto para la guerra agresiva y expansionista; realmente ésa es la razón por la que Estados Unidos ha denunciado el orden westfaliano.
El internacionalismo, que es la alternativa al nacionalismo, es un asunto engañoso. Es tanto un eslogan político sin contenido, como sucedió a efectos prácticos en el movimiento obrero internacional, donde no significaba nada específico, como una manera de asegurar la uniformidad de organizaciones poderosas y centralizadas, como la iglesia católica romana o el Komintern. El internacionalismo significaba que, como católico, creías en los mismos dogmas y tomabas parte en las mismas prácticas sin importar quién fueras o dónde estuvieras; teóricamente, lo mismo sucedía con los partidos comunistas. Hasta qué punto sucedió realmente esto y en qué etapa dejó de suceder, incluso en la iglesia católica, es otra cuestión. Esto no es realmente lo que nosotros entendíamos por “internacionalismo”.
El Estado-nación era y sigue siendo el marco de todas las decisiones políticas, interiores y exteriores. Hasta hace muy poco las actividades de los movimientos obreros —de hecho, todas las actividades políticas— se llevaban a cabo casi totalmente dentro del marco de un Estado. Incluso en el seno de la UE, la política se enmarca en términos nacionales. En otras palabras, no hay un poder supranacional que actúe, solamente una coalición de Estados separados. Es posible que el fundamentalismo misionero islámico sea aquí una excepción, que se extiende por encima de los Estados, pero hasta ahora esto todavía no se ha demostrado realmente. Los anteriores intentos de crear super-Estados panárabes, como ocurrió entre Egipto y Siria, se derrumbaron precisamente por la persistencia de las fronteras —anteriormente coloniales— de los Estados existentes.
¿Cree entonces que hay obstáculos intrínsecos para cualquier intento de sobrepasar las fronteras del Estado-nación?
Tanto económicamente como en la mayoría de los otros aspectos, incluso hasta cierto punto culturalmente, la revolución de las comunicaciones ha creado un mundo genuinamente internacional en el que hay poderes de decisión que funcionan de manera transnacional, actividades que son transnacionales y, desde luego, movimientos de ideas, comunicaciones y gente que son transnacionales mucho más fácilmente que nunca. Incluso las culturas lingüísticas se complementan ahora con idiomas de comunicación internacional. Pero en la política no ha habido ninguna señal de esto, y ésa es la contradicción básica del momento. Una de las razones por las que no ha sucedido es que en el siglo XX la política fue democratizada hasta un punto muy elevado con la implicación de las masas en la misma; las masas se implicaron en ella. Para éstas, el Estado es esencial para las habituales operaciones diarias y para sus posibilidades de vida. Los intentos de romper el Estado internamente, mediante la descentralización, se han emprendido principalmente en los últimos treinta o cuarenta años, y algunos de ellos no sin éxito; en Alemania la descentralización ha sido un éxito en algunos aspectos y, en Italia, la regionalización ha sido realmente beneficiosa. Pero el intento de establecer Estados supranacionales no ha funcionado. La Unión Europea es el ejemplo más evidente. Hasta cierto punto estaba lastrada por el pensamiento de sus fundadores, ya que éstos apostaban por la creación de un super-Estado análogo a un Estado nacional, pero tan sólo de mayor tamaño, cuando yo creo que ésa no era una posibilidad y sigue sin serlo. La UE es una reacción específica dentro de Europa. Hubo señales, en uno u otro momento, de un Estado supranacional en Oriente Próximo y en otras partes, pero la UE es el único que parece haber llegado a alguna parte. No creo, por ejemplo, que haya grandes posibilidades de que surja una gran federación en América del Sur. Por mi parte, no creo que sea posible.
El problema sin resolver continúa siendo esta contradicción: por una parte, hay prácticas y entidades transnacionales que están en curso de vaciar el Estado quizá hasta el punto de que colapse. Pero si eso sucede —lo que no es una perspectiva inmediata, por lo menos en los Estados desarrollados— ¿quién se hará cargo entonces de las funciones redistributivas y de otras análogas, de las que hasta ahora sólo se ha hecho cargo el Estado? Por el momento, puedes tener una clase de simbiosis y de conflicto. Éste es uno de los problemas básicos de cualquier clase de política popular hoy en día.
El nacionalismo fue, claramente, una de las grandes fuerzas motrices del siglo XIX y de gran parte del XX. ¿Cuál es su lectura de la situación actual?
No hay duda de que, históricamente, el nacionalismo fue, en gran medida, parte del proceso de formación de los Estados modernos, que requerían una forma de legitimación diferente del tradicional Estado teocrático o dinástico. La idea original del nacionalismo fue la creación de Estados grandes y me parece que esta función unificadora y ampliadora fue muy importante. Un caso típico fue la Revolución francesa, donde en 1790 apareció la gente diciendo “ya no somos del delfinado o del sur, todos nosotros somos franceses”. En una etapa posterior, a partir de la década de 1870, encuentras movimientos de grupos dentro del Estado a la búsqueda de sus propios Estados independientes. Esto, desde luego, produjo el wilsoniano momento de la autodeterminación, aunque por fortuna en 1918-1919 se corrigió hasta cierto punto por algo que desde entonces ha desaparecido por completo, es decir, por la protección de las minorías. Se reconoció, si bien no por los propios nacionalistas, que ninguno de estos nuevos Estados-nación era, de hecho, étnica o lingüísticamente homogéneo. Pero, después de la Segunda Guerra Mundial, la debilidad de los acuerdos existentes fue abordada no sólo por los rojos, sino por todo el mundo, con la deliberada y forzosa creación de la hegemonía étnica. Esto trajo una enorme cantidad de sufrimiento y crueldad y, a largo plazo, tampoco funcionó. Sin embargo, hasta ese periodo, ese nacionalismo de tipo separatista operaba razonablemente bien. Se vio reforzado después de la Segunda Guerra Mundial por la descolonización, que por su naturaleza creó más Estados; y fue reafirmado aún más a finales del siglo por el colapso del imperio soviético, que también creó nuevos mini-Estados separados, incluidos muchos que, como en las colonias, realmente no habían querido separarse y para los cuales la independencia vino impuesta por la fuerza de la historia.
Creo, por otro lado, que la función de los Estados pequeños, separatistas, que se han multiplicado tremendamente desde 1945, ha cambiado. Una razón de ello es que ahora se los reconoce como existentes. Antes de la Segunda Guerra Mundial, mini-Estados como Andorra, Luxemburgo y todos los demás no estaban reconocidos como parte del sistema internacional, excepto por los coleccionistas de sellos. La idea de que todas las unidades políticas existentes, hasta llegar a la Ciudad del Vaticano, son ahora un Estado y potencialmente un miembro de Naciones Unidas es nueva. También está bastante claro que, en términos de poder, estos Estados no son capaces de desempeñar el papel de los Estados tradicionales, no poseen capacidad para hacer la guerra a otros Estados. Se han convertido, como mucho, en paraísos fiscales o bases secundarias para decisores transnacionales. Islandia es un buen ejemplo; Escocia no está muy lejos.
¿No incluía el fascismo esas formas de xenofobia?
En cierto sentido, el fascismo era todavía parte de una corriente para crear grandes naciones. No hay duda de que el fascismo italiano fue un gran salto adelante para convertir a los calabreses y umbrienses en italianos; e incluso en Alemania no fue hasta 1934 cuando los alemanes pudieron ser definidos como alemanes y no como germanos porque eran suevos, francos o sajones. Ciertamente, el fascismo alemán y el de Europa Central y del Este estaban apasionadamente en contra de los extranjeros —principalmente, pero no sólo—, contra los judíos. Y, por supuesto, el fascismo proporcionaba pocas garantías contra los instintos xenófobos. Una de las enormes ventajas de los viejos movimientos obreros era que ellos sí proporcionaban esa garantía. Esto quedó claro en Sudáfrica: si no llega a ser por el compromiso con la igualdad y la no discriminación de las organizaciones de la izquierda tradicional, la tentación de venganza sobre los afrikáners hubiera sido mucho más difícil de resistir.
Ha hecho hincapié en las dinámicas separatistas y xenófobas del nacionalismo. ¿Lo considera algo que opera ahora en los márgenes de la política mundial más que en el teatro principal de los acontecimientos?
Sí, creo que es probable que eso sea cierto, aunque hay áreas como el sureste de Europa donde ha hecho una gran cantidad de daño. Desde luego, todavía el nacionalismo —o el patriotismo o la identificación con un pueblo específico, no necesariamente definido étnicamente— es un enorme activo para otorgar legitimidad a los gobiernos. Éste es el caso de China. Uno de los problemas de India es que ellos no tienen nada parecido a eso. Obviamente, Estados Unidos no puede basarse en la unidad étnica, pero sin duda tiene fuertes sentimientos nacionalistas. En muchos de los Estados que funcionan correctamente esos sentimientos permanecen. Ésta es la razón por la que la emigración masiva crea más problemas en la actualidad que en el pasado.
Ahora que cada año llega tanta gente nueva a la UE y a Estados Unidos, ¿cómo prevé el funcionamiento de las dinámicas sociales de la inmigración contemporánea? ¿Vislumbra la aparición gradual de otro crisol europeo no diferente del estadunidense?
Pero en Estados Unidos el crisol dejó de serlo ya en los años sesenta. Además, a finales del siglo XX, la migración es muy diferente de la de periodos anteriores, principalmente porque emigrando ya no se rompen los lazos con el pasado hasta el mismo punto que antes. Puedes seguir viviendo en dos, posiblemente incluso en tres mundos al mismo tiempo, e identificarte con dos o tres lugares diferentes. Puedes seguir siendo guatemalteco mientras estás en Estados Unidos. También hay situaciones, como en la UE, donde de facto la inmigración no crea la posibilidad de asimilación. Un polaco que llega al Reino Unido no se supone que sea otra cosa que un polaco que viene a trabajar.
Esto es, desde luego, nuevo y por completo diferente de la experiencia, por ejemplo, de la gente de mi generación —la de los emigrados políticos, aunque yo no fuera uno de ellos—, en la que tu familia era británica, pero culturalmente uno nunca dejaba de ser austríaco o alemán y, sin embargo, a pesar de todo, uno pensaba que debía ser inglés. Incluso cuando regresaban a sus países, no era lo mismo, el centro de gravedad había cambiado. Siempre hay excepciones: el poeta Erich Fried, que vivió en Willesden durante cincuenta años, de hecho acabó viviendo en Alemania. Creo que es esencial mantener las reglas básicas de la asimilación; que los ciudadanos de un determinado país deberían comportarse de determinada manera y tener determinados derechos, que éstos deberían definirlos y que ello no debería quedar debilitado por argumentos multiculturales. Francia, a pesar de todo, había integrado a tantos de sus inmigrantes extranjeros como Estados Unidos, en términos relativos, y ciertamente la relación entre los locales y los antiguos inmigrantes es aún mejor ahí. Esto se debe a que los valores de la República francesa siguen siendo esencialmente igualitarios y no hacen ninguna concesión real en público. Hagas lo que hagas en privado —también fue el caso de Estados Unidos en el siglo XIX— públicamente éste es un país que habla francés. La verdadera dificultad no va a estar en los inmigrantes sino en los locales. En lugares como Italia y los países escandinavos, que antes no tenían tradiciones xenófobas, es donde esta emigración ha creado graves problemas.
En la actualidad se está extendiendo la opinión de que la religión —evangelista, católica, suní, chií, neohindú, budista u otras formas— ha regresado como una fuerza inmensamente poderosa en un continente tras otro. ¿Cree que éste es un fenómeno de superficie más que de profundidad?
Es claro que la religión —como la ritualización de la vida, la creencia en la influencia de espíritus o entidades no materiales y, sobre todo, como un vínculo de unión de las comunidades— está tan extendida a lo largo de la historia que sería un error considerarla un fenómeno superficial o destinado a desaparecer; al menos entre los pobres y los débiles, que probablemente necesiten más sus consuelos y sus potenciales explicaciones de por qué las cosas son como son. Hay sistemas de gobierno, como el chino, que, a efectos prácticos, carecen de cualquier cosa que equivalga a lo que nosotros consideraríamos como religión. Ellos demuestran que eso es posible, pero creo que uno de los errores de los movimientos socialistas y comunistas tradicionales fue intentar extirpar violentamente la religión en tiempos donde podría haber sido mejor no hacerlo. Después de la caída de Mussolini en Italia, uno de los cambios más interesantes llegó cuando Togliatti dejó de discriminar a los católicos practicantes: hizo bien en hacerlo. De otra manera no hubiera logrado que el 14 por ciento de las amas de casa votasen a los comunistas en los años cuarenta. Esto cambió el carácter del Partido Comunista Italiano, que pasó de ser un partido leninista de vanguardia a un partido de clase de masas o un partido popular.
Por otra parte, es cierto que la religión ha dejado de ser el lenguaje universal del discurso público y, en esa medida, la secularización ha sido un fenómeno global, aun cuando sólo haya debilitado a la religión organizada en algunas partes del mundo. En Europa todavía sigue haciéndolo; por qué no ha ocurrido esto en Estados Unidos no está tan claro, pero no hay duda de que la secularización se ha impuesto en gran medida entre los intelectuales y otros que no la necesitan. Para la gente que continúa siendo religiosa, el hecho de que ahora haya dos lenguajes para el discurso produce una cierta clase de esquizofrenia que se puede ver bastante a menudo, por ejemplo, en los judíos fundamentalistas de Cisjordania: creen en lo que son tonterías patentes, pero trabajan como expertos en tecnologías de la información. El actual movimiento islámico está compuesto en gran parte por jóvenes tecnólogos y técnicos de esta clase. Las prácticas religiosas, sin duda, cambiarán sustancialmente. El que ello vaya a producir una mayor secularización no está claro. Por ejemplo, no sé hasta dónde el mayor cambio de la religión católica en Occidente, en concreto la negativa de las mujeres a tolerar las reglas sexuales, ha hecho realmente que las mujeres católicas sean menos creyentes.
Desde luego, el declive de las ideologías de la Ilustración ha dejado mucho más espacio para políticas religiosas y para versiones religiosas del nacionalismo, pero no creo que haya habido un gran avance de todas las religiones. Muchas van cuesta abajo. El catolicismo romano está luchando con mucha energía, incluso en América Latina, contra el auge de las sectas protestantes evangélicas, y estoy seguro de que se mantiene en África sólo por las concesiones a las costumbres y hábitos locales, que dudo que se hubieran hecho en el siglo XIX. Las sectas protestantes evangélicas están creciendo, pero no está claro hasta qué punto son algo más que una pequeña minoría de los sectores socialmente en ascenso, como fueron los inconformistas en Inglaterra. Tampoco está claro que el fundamentalismo judío, que hace tanto daño en Israel, sea un fenómeno de masas. La única excepción a esta tendencia es el islam, que ha continuado expandiéndose sin que haya habido ninguna actividad misionera efectiva durante los siglos pasados. Dentro del islam no está claro si tendencias como el actual movimiento para restaurar el califato representan algo más que a una minoría militante. De cualquier forma, me parece que el islam tiene grandes activos que le permitirán continuar creciendo, principalmente porque da a la gente pobre la sensación de que son tan buenos como cualquiera y de que todos los musulmanes son iguales.
Pero un cristiano no cree que él sea tan bueno como cualquier otro cristiano. Dudo que los cristianos negros crean que ellos son tan buenos como los colonizadores cristianos, mientras que los musulmanes negros sí lo creen. La estructura del islam es más igualitaria y el elemento militante es más fuerte. Recuerdo haber leído que los comerciantes de esclavos en Brasil dejaron de importar esclavos musulmanes porque se rebelaban continuamente. Desde nuestra posición, este atractivo tiene considerables peligros: en alguna medida, el islam hace a los pobres menos receptivos a otros llamamientos en favor de la igualdad. En el mundo musulmán, los progresistas sabían desde el principio que no había manera de alejar a las masas del islam; incluso en Turquía tuvieron que llegar a alguna clase de modus vivendi, probablemente el único lugar donde esto se produjo de manera satisfactoria.
En otros sitios, el auge de la religión como un elemento de la política, de la política nacionalista, ha sido en extremo peligroso. En lugares como India ha sido un fenómeno muy fuerte de la clase media, muy alarmante porque se vinculaba con elites militantes y cuasifascistas y organizaciones como la RSS (Organización Nacional de Voluntarios) y, por ello, más fácilmente movilizable como movimiento antimusulmán. Por fortuna, la secularización de la política que ha realizado la clase dominante india ha bloqueado hasta ahora su avance. No es que la elite india sea antirreligiosa, pero la idea básica de Nehru era un Estado laico en el que la religión es obviamente omnipresente; nadie en India hubiera supuesto otra cosa o hubiera querido que necesariamente fuera de otro modo, pero está limitada por la supremacía de los valores de la sociedad civil.
La ciencia era parte central de la cultura de la izquierda antes de la Segunda Guerra Mundial, pero durante las dos generaciones siguientes desapareció virtualmente como elemento dirigente del pensamiento marxista o socialista. ¿Cree que la creciente importancia de los temas ambientales puede provocar la reincorporación de la ciencia a la política radical?
Estoy seguro de que los movimientos radicales estarán interesados por la ciencia. Las preocupaciones ambientales y de otro tipo producen sólidas razones para contrarrestar la huida de la ciencia y de la aproximación racional a los problemas que se generalizó bastante durante los años setenta y ochenta. Pero, con respecto a los propios científicos, no creo que suceda. A diferencia de los científicos sociales, no hay nada que una a los científicos naturales con la política. Históricamente hablando, en la mayoría de los casos han permanecido apolíticos o tenían los estándares políticos de su respectiva clase. Hay excepciones, por ejemplo, entre la juventud a principios del siglo XIX en Francia y muy notablemente en las décadas de los años treinta y cuarenta. Pero éstos son casos especiales debidos al reconocimiento de los propios científicos de que su trabajo estaba siendo cada vez más esencial para la sociedad, pero que la sociedad no se daba cuenta. El trabajo decisivo sobre esto es The Social Function of Science, de John D. Bernal, que tuvo una resonancia enorme entre otros científicos. Por supuesto, el deliberado ataque de Hitler a todo lo que significaba la ciencia, ayudó.
En el siglo XX la física fue el centro del desarrollo, mientras que en el siglo XXI lo es la biología. Al estar más cerca de la vida humana puede haber un elemento de politización mayor, pero ciertamente hay un factor que lo contrarresta: cada vez más los científicos han sido integrados en el sistema capitalista, tanto los individuos como las organizaciones. Hace cuarenta años hubiera resultado impensable hablar de patentar un gen. Hoy uno patenta un gen con la esperanza de hacerse millonario, y eso ha alejado a un nutrido grupo de científicos de la política de izquierda. Lo único que todavía puede politizarlos es la lucha contra gobiernos dictatoriales o autoritarios que interfieran en su trabajo. Uno de los fenómenos más interesantes de la Unión Soviética fue que los científicos soviéticos estaban obligados a estar politizados porque se les daba el privilegio de un cierto grado de derechos y libertades ciudadanas, de manera que personas que de otro modo no habrían sido nada más que leales ensambladores de bombas H se convirtieron en dirigentes de la disidencia. No es imposible que esto ocurra en otros países, aunque por el momento no hay muchos. Desde luego, el medio ambiente es un tema que puede mantener movilizado a un cierto número de científicos. Si hay un desarrollo masivo de campañas alrededor del cambio climático, entonces los expertos se encontrarán comprometidos, principalmente contra ignorantes y reaccionarios. Por eso no está todo perdido.
Regresando a cuestiones historiográficas: ¿qué lo llevó al tema de las formas arcaicas de movimiento social que analiza en Rebeldes primitivos, y en qué medida lo planeó anticipadamente?
La idea se desarrolló a partir de dos cosas. Viajando por Italia en la década de los cincuenta descubrí este aberrante fenómeno: secciones del Partido en el sur eligiendo como secretarios generales a testigos de Jehová y cosas similares, gente que estaba pensando sobre problemas modernos, pero no en los términos a los que estábamos acostumbrados. Después, en especial a partir de 1956, expresaba una insatisfacción general con la versión simplificada que teníamos del desarrollo de los movimientos populares de la clase obrera. En Rebeldes primitivos estaba muy lejos de la crítica de la lectura estándar; por el contrario, señalaba que estos otros movimientos no llegarían a ninguna parte a no ser que tarde o temprano adoptaran el vocabulario y las instituciones modernos. Pero, a pesar de todo, me quedó claro que no era suficiente con rechazar simplemente este otro fenómeno, decir que ya sabemos cómo funcionan estas cosas. Reuní una serie de ejemplos, casos de estudio de esta clase, y me dije: “Esto no encaja”. Eso me condujo a pensar que, incluso antes de la invención del vocabulario, de los métodos y de las instituciones políticas modernas, había maneras en que la gente practicaba la política que englobaban ideas básicas sobre las relaciones sociales —en especial entre los poderosos y los débiles, los dirigentes y los dirigidos— que tenían una cierta lógica y encajaban juntas. Pero en realidad no tuve oportunidad de avanzar por este camino, aunque más tarde, leyendo Injustice, de Barrington Moore, encontré una pista de cómo se podría abordar. Fue el principio de algo que en realidad nunca siguió adelante, y bien que lo lamento. Sigo pensando en intentarlo y hacer algo con ello.
En Interesting Times expresa considerables reservas sobre lo que eran las recientes modas históricas. ¿Piensa que el panorama historiográfico permanece relativamente sin cambios?
Estoy cada vez más impresionado por la magnitud del giro intelectual en la historia y en las ciencias sociales desde la década de los setenta en adelante. Los historiadores de mi generación, que en conjunto transformó la enseñanza de la historia, así como otro montón de cosas, estaban esencialmente intentando establecer un enlace permanente, una fertilización mutua entre la historia y las ciencias sociales; un esfuerzo que se remonta a la década de 1890. Las ciencias económicas siguieron un camino diferente. Dimos por sentado que estábamos hablando de algo real, de realidades objetivas, aunque ya desde Marx y la sociología del conocimiento sabíamos que la verdad no se registra tal como fue. Pero lo que era realmente interesante eran las transformaciones sociales. La Gran Depresión tuvo un papel decisivo en ello, porque reintrodujo el papel desempeñado por las grandes crisis en las transformaciones sociales, como, por ejemplo, la crisis del siglo XIV o la transición al capitalismo. En realidad no fueron los marxistas los que lo hicieron, fue Wilhelm Abel en Alemania quien primero llevó a cabo una relectura de los desarrollos de la Edad Media a la luz de la Gran Depresión de los años treinta. Éramos un grupo para la resolución de problemas, preocupado por las grandes cuestiones. Hubo otras cosas que desvalorizamos: estábamos tan en contra de los tradicionalistas, de la historia de las grandes personalidades o, para el caso, de la historia de las ideas, que rechazamos todo eso en bloque. No fue una posición especialmente marxista, fue una aproximación general adoptada por los weberianos en Alemania, por gente en Francia que no tenía un origen marxista, procedentes de la escuela de los Annales y, a su manera, por los científicos sociales estadunidenses.
En algún momento en los años setenta se produjo un cambio brusco. Past & Present publicó en 1979-1980 un intercambio de opiniones que tuve con Lawrence Stone sobre el “resurgir de la narrativa”: “¿Qué está pasando con las grandes preguntas del porqué?”. Desde entonces, las grandes preguntas, las transformadoras, han sido por lo general olvidadas por los historiadores. Al mismo tiempo, se verificó una enorme expansión del ámbito de la historia; ahora podías escribir sobre cualquier cosa que quisieras: objetos, sentimientos, prácticas. Hubo algo interesante en todo esto, pero también hubo un enorme aumento de lo que podrías llamar la historia fanzine, esto es, la que escribían los grupos para sentirse mejor con ellos mismos. La intención era trivial; los resultados no siempre lo fueron. Justamente el otro día vi una nueva revista sobre la historia del movimiento obrero que tiene un artículo sobre negros en Gales en el siglo XVIII. Cualquiera que sea la importancia de ello para los negros en Gales, en sí mismo no se trata de un tema particularmente central. El caso más peligroso de esto es, desde luego, el auge de la mitología nacional, un subproducto de la multiplicación de nuevos Estados que tuvieron que crear sus propias historias nacionales. Un gran elemento en todo este panorama es la gente que dice “no estamos interesados en lo que sucedió sino en lo que nos hace sentir bien”. El ejemplo clásico es el de los nativos americanos que se negaban a creer que sus antecesores habían emigrado desde Asia y decían “nosotros hemos estado aquí siempre”.
Una buena parte de este cambio fue político en algún sentido. Los historiadores que salieron de 1968 ya no estaban interesados por las grandes cuestiones: pensaban que ya se habían respondido todas. Estaban mucho más interesados por los aspectos voluntarios o personales. History Workshop fue un desarrollo tardío de esta clase. No creo que los nuevos tipos de historia hayan producido ningún cambio decisivo. En Francia, por ejemplo, la historia posterior a Braudel no tiene punto de comparación con la de las décadas de los años cincuenta y sesenta. Puede haber trabajos ocasionales muy buenos, pero no es lo mismo. Me inclino a pensar que esto también sucede en Gran Bretaña. En esta reacción de la década de los setenta había un elemento de antirracionalismo y relativismo que, en conjunto, yo encontraba hostil a la historia.
Por otro lado, ha habido algunos desarrollos positivos, siendo el más sobresaliente la historia cultural, que incuestionablemente todos habíamos rechazado. No prestamos suficiente atención a la historia como realmente se presenta a sí misma a los actores. Habíamos asumido que podías generalizar sobre éstos; pero si regresas a decir que los hombres hacen su historia, ¿cómo la hacen en sus prácticas, en sus vidas? El libro de Eric Wolf Europe and the Peoples without Historyes un ejemplo de un cambio positivo en este sentido. También ha habido un enorme auge de la historia global. Entre los no historiadores ha habido mucho interés por la historia general, en concreto por cómo empezó la raza humana. Gracias a la investigación sobre el ADN sabemos mucho acerca de los asentamientos humanos dispersos por todo el planeta. En otras palabras, tenemos una base genuina para una historia del mundo. Entre los historiadores ha habido una ruptura con la tradición eurocéntrica u occidentalcéntrica. Otro desarrollo positivo, principalmente de los historiadores de las Américas y, en parte, también de los historiadores postcoloniales, ha sido la reapertura de la cuestión de la especificidad de la civilización europea o atlántica, y del auge del capitalismo. Kenneth Pomeranz y The Great Divergence, etcétera. Me parece muy positivo, aunque no se puede negar que el capitalismo moderno surgió en algunas partes de Europa y no en India o China.
Si tuviera que escoger temas o campos todavía sin explorar que presenten grandes desafíos para futuros historiadores, ¿cuáles elegiría?
El gran problema es uno muy general. En virtud de los estándares paleontológicos, la especie humana ha transformado su existencia a una velocidad asombrosa, pero el grado de cambio ha variado enormemente. Algunas veces se ha movido muy despacio, algunas veces muy deprisa, algunas de manera controlada, otras no. Claramente, esto implica un creciente control sobre la naturaleza, pero no deberíamos afirmar que sabemos adónde nos conduce. Los marxistas se han centrado correctamente sobre los cambios en el modo de producción y sus relaciones sociales como los generadores del cambio histórico. Sin embargo, si pensamos en términos de cómo “los hombres hacen su propia historia”, la gran pregunta es esta: históricamente, las comunidades y los sistemas sociales han apuntado hacia la estabilización y la reproducción, creando mecanismos capaces de mantener a raya saltos perturbadores hacia lo desconocido. La resistencia contra la imposición del cambio desde afuera es todavía un factor importante de la política mundial actual. ¿Cómo, entonces, unos seres humanos y unas sociedades estructuradas para resistir el desarrollo dinámico aceptan un modo de producción cuya esencia es su interminable e impredecible desarrollo dinámico? Los historiadores marxistas podrían investigar con provecho el funcionamiento de esta contradicción básica entre los mecanismos que traen el cambio y los preparados para resistirlo.
Eric Hobsbawm. Historiador. Entre sus obras destacan La era de la revolución, Industria e imperio y Rebeldes primitivos.
Publicado en The New Left Review (núm. 61, marzo-abril 2010), edición en español, Madrid, Ediciones Akal.
Traducción de José Amoroto Salido, Cristina Piña Aldao y Raúl Sánchez Castillo
• En economía se emplea la sigla BRIC para referirse conjuntamente a Brasil, Rusia, India y China, que tienen en común una gran población, un territorio de dimensiones estratégicas, y un crecimiento de su PIB y de participación en el comercio mundial muy importante en los últimos años.
Eric Hobsbawm. Historiador. Entre sus obras destacan La era de la revolución, Industria e imperio y Rebeldes primitivos.
Publicado en The New Left Review (núm. 61, marzo-abril 2010), edición en español, Madrid, Ediciones Akal.
Traducción de José Amoroto Salido, Cristina Piña Aldao y Raúl Sánchez Castillo
• En economía se emplea la sigla BRIC para referirse conjuntamente a Brasil, Rusia, India y China, que tienen en común una gran población, un territorio de dimensiones estratégicas, y un crecimiento de su PIB y de participación en el comercio mundial muy importante en los últimos años.
No hay comentarios:
Publicar un comentario