miércoles, 3 de octubre de 2012
Eric Hobsbawn: una mirada marxista que no temió a la autocrítica. Por Daniel V. González
Si existe tal cosa que pueda ser denominada
“honestidad intelectual”, ella consiste en mirar la realidad con ojos
despojados de todo prejuicio ideológico, con mirada abierta a nuevos,
imprevistos e imprevisibles fenómenos que nos va proponiendo el decurso de la
sociedad.
Con conciencia de que, como señalaba Marx en el prólogo de la edición
francesa El Capital, “en la ciencia no hay calzadas
reales, y sólo tendrán esperanzas de acceder a sus luminosas cumbres aquéllos
que no teman fatigarse al escalar por senderos escarpados.”
Con el socialismo ha ocurrido un fenómeno singular:
derrumbado por implosión, desaparecido su núcleo primigenio de la Unión
Soviética, desplomado en la mitad de Europa, la ideología que lo promueve no ha
dado demasiadas señales de que haya tomado nota del colosal fracaso evidenciado
a partir de 1989 aunque ya existían fuertes y fundadas sospechas, además de
testimonios acerca de su paulatino debilitamiento y creciente impotencia.
El fracaso del socialismo ha sido un golpe duro de
absorber por parte de los intelectuales marxistas de Europa aunque también por
sus epígonos de los países subdesarrollados. No hay muchos intelectuales de ese
campo que se hayan mostrado dispuestos a revisar su visión del mundo a partir
de los nuevos datos que la realidad les ha ido arrojando a sus rostros. Han
preferido obviar el derrumbe socialista o adjudicarlo sumariamente a “desvíos
burocráticos” en la ejecución, que en nada afectan el pensamiento puro, la
doctrina intocable de los fundadores.
Exiliado en México, León Trotsky había advertido que
si de la Segunda Guerra Mundial no resultaba una propagación del socialismo
hacia toda Europa, era imprescindible revisar todos y cada uno de sus
postulados. Asesinado en 1940, no pudo completar la tarea que proponía. Pasados
los años, ninguno de los grandes intelectuales del marxismo ha encarado con
firmeza la incómoda y ominosa tarea de revisar su pensamiento de toda una vida,
los trabajados equilibrios ideológicos atesorados en los años jóvenes y
carcomidos por la inexorable y perversa Clío, siempre empecinada en plantear
nuevos problemas y escenarios inéditos.
Samir Amin hizo un intento en su Autobiografía Intelectual,
pero en cada página puede notarse que el énfasis está puesto en salvar su
propia ropa más que en echar luz sobre las causas del fracaso socialista. Pues
bien, Eric Hobsbawn, fallecido hace pocos días a los 95 años, ha sido uno de
los que ha tomado el toro por las astas. Decidió revisar en aspectos
sustanciales el pensamiento socialista y el significado del derrumbe. Lo hizo
en su último libro, publicado en 2011, al que tituló, con cierto dejo de
ironía, “Cómo cambiar el mundo”.
Allí Hobsbawn enfrenta la realidad que le puso la
Historia ante sus ojos. No la esquivó ni se hizo el distraído. No la obvió con
una frase de circunstancia. Al revés: puso su conocimiento y formación al
servicio de la comprensión de un fenómeno que él no había previsto y que,
además, le resultaba sumamente ominoso: la verificación de que sus convicciones
de toda la vida, sus previsiones, sus cálculos y pronósticos resultaron
equivocados. El mundo ha decidido evolucionar por caminos distintos a los que
él deseaba y preveía. Y para un intelectual, esta es una prueba de fuego. Son
muy pocos los que están dispuestos a afrontarla despojados de preconceptos. Son
escasos los que tienen la mente y el corazón abiertos a aceptar que,
probablemente, sus convicciones de siempre resultaron equivocadas. Que sus
cálculos, perspectivas e incluso esperanzas, no fueron acertados.
El socialismo se presentaba como una quimera de
justicia y libertad. Y de progreso. Además, a partir de los primeros rusos, el
socialismo se anunciaba también como un sistema eficiente para los países
atrasados, pues les permitiría crecer rápidamente y ponerse a la altura de las
naciones más desarrolladas del planeta. Con la llegada de Stalin y su
“coexistencia pacífica”, la pretensión de una revolución socialista a escala
mundial se redujo a una simple emulación con el capitalismo: con la sola
comparación de los resultados, el mundo caería en la cuenta de la superioridad
del comunismo en materia de desarrollo de las fuerzas productivas y de equidad
distributiva, y se volcaría masivamente hacia el sistema imaginado por Marx.
Hasta la puesta en órbita del Sputnik en los años
cincuenta parecía una batalla pareja. Pero poco se sabía acerca de lo que
pasaba del otro lado del muro. Los ocasionales viajeros a su regreso nos
relataban extasiados acerca de que en los subterráneos de Moscú, los hombres nuevos
producidos por el socialismo, leían los clásicos de la literatura universal
mientras marchaban disciplinados hacia sus respectivos trabajos, ajenos a
apentencia materiales. Nos llegaban relatos de progreso científico y
tecnológico, de poder militar, de igualdad económica. ¿Libertades? Completas, para
quienes no deseaban corromper el sistema.
Pues bien, todo terminó en un fiasco colosal.
De un modo imperceptible para la gran mayoría, el socialismo
no hizo más que acumular atraso económico, corrupción, ausencia de libertades y
retraso científico. Y todo esto, ocultado durante décadas, fue lo que eclosionó
en 1989. Llegado el momento, y ante la evidencia de los hechos, Hobsbawn no
temió analizarlos y llegar a conclusiones muy distantes de sus anteriores
puntos de vista.
“El ‘socialismo’, tal como se aplicó en la URSS y las
otras ‘economías centralmente planificadas’, es decir, economías dirigidas
teóricamente sin mercado, propiedad del Estado y controladas por el mismo, han
desaparecido y no resurgirán”, dice en su último libro.
Y remacha, en otro tramo: “…el desmoronamiento de la
URSS y del modelo soviético fue traumático no solamente para los comunistas
sino para los socialistas de todas partes, aunque sólo fuera porque, con todos
sus evidentes defectos, había sido el único intento real de construir una
sociedad socialista. (…) En ambos casos, su fracaso, por no mencionar su
patente inferioridad en muchos aspectos en relación con el capitalismo liberal
occidental, fue manifiesto, incluso para aquellos que no compartían el
triunfalismo posterior a 1989 de los ideólogos de Washington”.
Si, como sostenía Nietzche, “el valor de un hombre se
mide por la cantidad de verdad que es capaz de soportar”, Hobsbawn quedará
instalado en las elevadas cumbres que prometía Marx a todos quienes se atrevieran
a transitar por caminos distintos a las transitadas y confortables calzadas
reales.
1 comentario:
Excelente articulo y una leccion de honestidad intelectual. El silencio de intelectuales y artistas ante las atrocidades de Stalin y las posteriores de Mao, Camboya,etc.. es un fenomeno que solo se explica por negacion psicologica (o patologica) de los hechos que derrumben sus castillo ideologico. Saludos, Gustavo Sun
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