Olga nació en Salta hace casi 50 años. La crió la abuela. Bah, la tuvo con ella hasta los ocho años, porque entonces la entregó a una familia. Deben haber pensado que ya la habían terminado de criar, porque se transformó en una “criada”. Y a la edad en que las nenas juegan con muñecas, Olga tuvo que ayudar a criar a otros.
Otros niños apenas más chicos que ella, pero con otro apellido, otro abolengo, otra historia y, por supuesto, otro futuro. Por suerte, pudo aprender a leer y a escribir, porque la familia le permitió ir a la escuela.
A los 19, alguien le explicó qué significaba ser mayor de edad. Y le avisó que ella podía decidir qué hacer con su vida. Fue así que dejó esa casa y se vino a Córdoba, donde le habían dicho que podría trabajar. Desde entonces, Olga limpia casas, tiende camas, cocina, lava, hace compras ajenas y cuida chicos en esta ciudad.
Con el tiempo se casó. Con mucho esfuerzo, compró un terreno en las afueras de las afueras. Allí, con su marido –que es albañil y siempre ha vivido de changas– construyeron su casa. Una linda casa. Olga tuvo dos hijas que son su vida.
Saquen una hoja: ¿qué es la calidad?
La más chica es Anabel, que hizo la primaria en una escuela pública. Pero después, Olga, preocupada por la violencia y el caos que se vivía en la secundaria pública a la que empezó a concurrir Anabel, decidió que su hija iría a una escuela privada. Quería una mejor educación para ella.
Para lectores de Periodismo X como nosotros, calidad educativa puede significar escolaridad bilingüe, viajes anuales a distintos puntos del país y, en sexto, un viaje a Alemania para constatar que el idioma efectivamente se aprendió.
Para Olga significa algo más básico, pero mucho más importante: que los profesores no falten tanto, que en la clase haya un orden mínimo, que durante el año escolar se cumpla cuanto menos cierta rutina. Y no se equivoca.
Así que Anabel no va a la Academia Argüello, al Alemán, al Taborin. No podría jamás. Va a una escuela parroquial de 200 pesos al mes. Que para Olga son muchos más pesos de los que todos nosotros podemos imaginar. Pero valen la pena: Anabel tiene al menos una rutina escolar, algo mucho más determinante para una buena educación que el taller de teatro optativo en la jornada doble del Mark Twain.
En penitencia, por pobre
En una de las casas en las que Olga trabaja una vez a la semana vive Tomás, un chico de la misma edad que Anabel. Tomás es hijo de profesionales. En su hogar hay dos ingresos relativamente altos, vacaciones todos los años, viajes y toda la parafernalia educativa que ustedes quieran: tres computadoras, libros a mansalva, charlas de sobremesa que abarcan desde la Revolución Francesa hasta por qué el átomo de carbono tiene necesariamente que unirse a dos y no tres átomos de oxígeno para formar una molécula de dióxido de carbono.
Hasta hace dos años, Tomás asistía a una escuela privada (de las de más de mil pesos al mes, con doble jornada). Pero luego logró ingresar al Manuel Belgrano. Por eso, este año, Tomás recibió su notebook del plan Conectar Igualdad, acompañada por una hermosa carta firmada por Cristina Fernández.
Anabel, en cambio, se quedó esperando, igual que sus compañeros. El plan es taxativo: no se entregan compus a los alumnos de escuelas privadas. ¡Faltaba más!
Olga no lo dudó. Tarjeteó y le compró una notebook a su hija. Con las tasas de interés que le aplican la va a terminar pagando el doble de lo que cuesta. Pero Olga está acostumbrada a que las cosas le cuesten el doble que a los demás.
Por eso, no dijo nada. Los padres de Tomás se enteraron de casualidad de toda la historia. Y aunque ellos están acostumbrados a que las cosas les cuesten cero en comparación con Olga, esta vez la flagrancia era ostensible. Culposos, le dieron el dinero para la notebook de Anabel.
El de Olga y el de la familia de Tomás son intentos privados por corregir una política pública. Pero sólo alcanza para compensar a Anabel desde lo afectivo. No sirve para llevar las compus al aula. En efecto: como es posible que no todos los compañeros de Anabel tengan su notebook, lo más plausible es que los profesores no las usen.
Planificadores, tienen un cero
En la provincia de Córdoba, 31,5 por ciento de los alumnos primarios y secundarios va a escuelas privadas. Si los prejuiciosos que elaboran estos programas creen que son todos hijos de “ricos”, entonces deben imaginar que viven en Suiza (y Argentina sería tan “rica” que nadie necesitaría que el Estado le comprara una compu).
Y si creen que los alumnos restantes (casi 70 por ciento) son todos hijos de “pobres”, entonces nunca pasaron por el Belgrano, el Monserrat, el Zorrilla, el gobernador José Manuel Álvarez, entre otros colegios públicos, ni entraron a cientos de escuelas de pueblos del interior, para las que no hay alternativas privadas y en las que conviven todos los chicos del lugar, sean “pobres” o “ricos”.
Es curioso: nos vanagloriamos de que nuestra sociedad ha tenido una elevada educación; de que, en general, las familias argentinas le dan importancia al tema. Sin embargo, cuando alguien como Olga invierte en la formación de su hija, le pegamos un punterazo en los dedos.
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