lunes, 23 de julio de 2012
Dos crisis en una. Por Daniel V. González
Existen
dos crisis superpuestas.
Una,
alude a la coyuntura; la otra involucra
el largo plazo, lo estructural. Una, es la del actual modelo económico
nacional. La otra es la del paradigma económico de la posguerra. El primero es
un caso particular de la amplia gama de programas económicos nacionalistas que
se difundieron durante los años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial.
Estos
programas partían de supuestos que, pasados ya casi 70 años, han desaparecido o
se han modificado de un modo sustancial. Ese tiempo, en la Argentina, coincide
con el nacimiento y auge del peronismo. El primero, el de Perón. El del ’45.
En
aquel tiempo, a la luz de los resultados de la guerra y sobre todo en el
concepto militar, asomaba la industria como el gran desafío del futuro.
Industria era poder económico. Y poder económico implicaba poder militar. La
producción agropecuaria era mirada con cierto desdén en ese tiempo. Era un
claro signo del atraso: nos enderezaba hacia un destino pastoril que
resistíamos pues remacharía nuestra condición de país pastoril.
Pero
lo más importante era que la tierra estaba concentrada en pocas manos y la
renta agraria, que podía catapultar nuestra industria, se consumía de un modo
parasitario. Se despilfarraba en un alto consumo inconducente.
Altos
salarios, mercado interno, aumento del gasto público, créditos baratos a la
industria y el consumo eran los sostenes económicos de este programa. Perón
creó la sensación de que era posible, en forma instantánea, un país
industrializado, con altos salarios y leyes sociales de avanzada. Que eso se
lograba con sólo ser generoso en la distribución de la renta agraria,
concentrada en pocas manos por egoísmo de la oligarquía.
Nítidamente,
a partir de los años 50, Perón hizo importantes rectificaciones en su programa
económico: instó a los obreros a no hacer huelga y a trabajar más, a producir
más, a no hacer tantas huelgas, a consumir menos, convocó al capital
extranjero, el IAPI se disolvió sin pena ni gloria. Los cambios eran
imprescindibles pues la situación ya no era la misma que un lustro antes: se
habían agotado los saldos de guerra y la prosperidad de los primeros años de
gobierno no podía sostenerse en las nuevas circunstancias.
Pero
Perón fue derrocado y el ajuste quedó trunco durante su gobierno. Llegó en los
años siguientes pero ya fue adjudicado a la maligna oligarquía o bien a
Frondizi, que convocó masivamente al capital extranjero, lo cual lo transformó
en un agente del imperialismo.
Jamás
el populismo ha logrado consolidar un programa de crecimiento sustentable a
través de los años. En la Argentina, los partidos que representan a la inmensa
mayoría del electorado, están impregnados de populismo: el peronismo, el
socialismo, gran parte del radicalismo y partidos menores tales como el Partido
Comunista, el de Pino Solanas, etc. Todos piensan más o menos parecido respecto
de esta matriz económica que, por otra parte, sólo ha podido ser sostenida
durante todos estos años gracias a la gloriosa circunstancia de que nuestros
precios de exportación crecieron en forma inusual y vertiginosa.
El
populismo tiene la pretensión de hacernos creer que podemos llegar a ser un
país económicamente desarrollado con sólo tomar por un atajo que él ha
descubierto y que nos ha sido ocultado por las clases dominantes. En el caso
argentino de nuestros días, no ha hecho sino despilfarrar una oportunidad
histórica probablemente irrepetible: casi una década de precios excepcionales
para nuestros productos exportables.
Lo
que ha cambiado
Desde
la mitad del siglo pasado, muchas cosas han cambiado en la economía y en la
política mundial. Una de ellas es el inesperado giro que ha tomado el valor de
nuestros productos agrarios.
Por
aquellos años, se decía que nada podía haber menos prometedor que ser un
exportador de alimentos pues este rubro no generaba valor agregado, no
incorporaba trabajadores pues la explotación era extensiva. Y lo peor de todo:
en el largo plazo, los precios se deterioraban en forma permanente. Tanto así
que la Comisión Económica para América Latina (CEPAL), dirigida por el
argentino Raúl Prebisch había elaborado la teoría del “deterioro de los
términos de intercambio”, y señalaba que era ése el origen de nuestros males,
pues cada vez debíamos entregar más alimentos por cada vez menos productos
industriales.
Pues
bien, todo esto ha cambiado. Pero no se ha tomado debida nota. Seguimos viendo
como enemigos a los productores agrarios, que ya no son oligarcas sino
eficientes empresarios que están en la cúspide de la tecnología y la productividad
mundial.
El
populismo aprovecha estos cambios pero mantiene su viejo esquema de amores y
odios. Eso hace pensar que no está entendiendo, siquiera, el mundo en que se
mueve. Ni tampoco la causa de su pretendido éxito, que no es otro que la
decisión china de abrirse al capital extranjero y a la producción privada,
estimulando así su crecimiento y la economía mundial en un todo.
Pues
bien, a la vez que avanza la crisis del programa vigente, con núcleo en el tipo
de cambio y la inflación, avanza también el deterioro el ideario populista: un
compendio de voluntarismo que insiste en burlarse –mientras haya recursos- de
las leyes duras de la economía.
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