En un tramo de su autobiografía, Ben Bradley, quien fuera director del Washington Post durante el caso Watergate -que se cobró la cabeza de Richard Nixon- revela cuál es a su juicio el mayor placer de un periodista. Dice que nada es comparable a ver en la tapa de los otros diarios citas de información que incluyen como referencia el nombre del periódico que uno dirige.

Si pensáramos que Francisco fuera capaz de sentimientos tan humanos y mezquinos, impropios para quien habita tales cúspides de espiritualidad, le atribuiríamos un placer de la misma índole al recibir -¡nuevamente!- a la presidenta Cristina Kirchner, sus acentuados gestos de amistad y su gran disposición al diálogo. La alta investidura de Francisco, además de su calidad humana, lo excluye de cualquier cálculo mezquino y de todo sentimiento revanchista. Pero nosotros, meros pecadores cotidianos, no podemos menos que sonreír, no sin malicia, al ver los esfuerzos presidenciales para cultivar una amistad que descuidó durante una larga, década de desaires, rechazos e indiferencia.

Como fuere, lejos estamos de imputar realismo político a la primera mandataria. Es un atributo apropiado para un presidente, aunque la brusquedad de tales movimientos de reorientación pueda producir algún esguince ideológico. Mejor dejar, al menos en esto, que Verbitsky destile sus fatigadas y rutinarias acusaciones. Para eso está la libertad de prensa. En esto, es mejor dejar la arrogancia y entregarse a la sinuosa lógica del espíritu y la palabra divina. Es en tiempos en que se evidencian declives inexorables cuando los humanos más se acercan a la aceptación de una dimensión superior, ajena a las pedestres banalidades materiales.
La reunión según Cristina
Pero la presidenta no pudo con su temperamento político. En la conferencia de prensa que concedió tras el prolongado almuerzo, ofició de albacea del pensamiento de Francisco, echando luz sobre temas y matices que ni siquiera rozan su propio gobierno. Más aún: su relato dio la sensación de que, por un lado, ella es una bergoglista de la primera hora pero, además, de que Francisco manifestó coincidencia plena con todos los puntos de vista expresados por la presidenta. No se sintió en modo alguno rozada por ninguno de los dichos del Papa sino más bien ratificada en todas sus opiniones por la palabra del sumo pontífice.
El relato de Cristina dice que le contó al Papa sobre un monumento a Mugica (un abnegado sacerdote filo montonero asesinado en los setenta) y de la misa por Chávez a un año de su muerte. De ese modo, intentó asociar al Papa a ambos referentes políticos, con la carga que cada uno de ellos conlleva.
Más adelante relató algo poco novedoso que es la preferencia papal por la paz en el mundo. Inclinación imaginable, por cierto.
Siguió contándonos la preocupación de Francisco por la desocupación en el mundo (¡no en la Argentina!) y cómo a los jóvenes les resulta difícil conseguir trabajo en Europa. En este rubro hizo una asociación con los colegios industriales y el presunto desmantelamiento de una cultura de trabajo en los años previos a su gobierno.
Pese a que la Iglesia de Argentina tuvo un duro pronunciamiento sobre el narcotráfico, Cristina fue muy enfática en negar toda referencia papal a este flagelo. Al parecer, no forma parte de las preocupaciones de Francisco para su país, la Argentina. Ante la requisitoria periodística, la presidenta desvió el asunto hacia la inseguridad, mostrando al Papa coincidente con su punto de vista: que la falta de seguridad proviene de la exclusión social y ésta del capitalismo financiero, según dijo.
En este punto cabría observar, cuanto menos, que el gobierno nos debe una explicación acerca del crecimiento del delito durante los años de la “década ganada”. Con el razonamiento presidencial, la propagación de la violencia y el delito supondrían un aumento de la exclusión social, algo que Cristina está muy lejos de aceptar para estos años de su gobierno.
También esquivó dar una respuesta concreta sobre el caso de Venezuela. Cristina mostró a un Papa muy preocupado por la inclusión de los jóvenes. Pero el ejemplo más palpable de la falta de inclusión se está dando, desde hace un mes, en las calles de Venezuela, donde el gobierno ya ha matado a una treintena de estudiantes, herido a centenares y detenido a millares. Es muy raro que el Papa ni siquiera haya mencionado el hecho. Al revés: según Cristina, Francisco le pidió que los presidentes latinoamericanos (sic) se mantuvieran unidos. Lo cual lo deja al Papa como alguien que vive ajeno e insensible a un problema tan grave como el que ocurre en estos momentos en la patria de Bolívar. Francisco se preocupa por los jóvenes desocupados de Europa pero no por los que mueren cada día en las calles de Venezuela. Esto es poco creíble.
Para sonreír
Hubo tramos de la conferencia que convocaban a una sonrisa. Piadosa o de las otras. Uno fue cuando la presidenta recomendó leer los textos de Bergoglio. Si ella hubiera incluido entre sus lecturas las encíclicas papales llamadas sociales y los documentos del CELAM, desde Medellín en adelante, se hubiera ahorrado seguramente este giro brusco en su política hacia la Iglesia.
Otro momento risueño, por así llamarlo, fue cuando Cristina aludió los importantes cambios que Francisco está introduciendo en la Iglesia Católica. Que sepamos estos cambios apuntan a dotar de mayor humildad y austeridad a una estructura quizá desviada hacia el lujo y la opulencia. El otro cambio notable es la lucha del Papa contra la corrupción. Que Cristina admire estas orientaciones nos parece halagüeño. Claro que no vemos esa admiración excesivamente compatible con la presencia, en la estructura de los poderes del estado, de personajes como Amado Boudou o el Juez Norberto Oyarbide.
Si nos atenemos al relato de la presidenta, no nos queda más que aceptar que, después de todo, Francisco no es más que un kirchnerista de la primera hora.