La permanencia del Juez Norberto Oyarbide en la Justicia es quizá la medida más definitiva acerca de la ausencia de independencia de la Justicia Argentina respecto del Poder Ejecutivo.
El tema de la Justicia y su independencia fue uno de los que Raúl Alfonsín impuso a Carlos Menem en el Pacto de Olivos, junto con la elección del Jefe de Gobierno de la Capital Federal y el Jefe de Gabinete, que se pensaba que podría oficiar como primer ministro. A cambio de permitir la posibilidad de la reelección del riojano, el radicalismo logró negociar el intento de una mayor independencia del Poder Judicial.
Se pensó que con la existencia de un organismo como el Consejo de la Magistratura, el nombramiento de los jueces, sus sanciones y destituciones quedarían preservados en gran medida de las influencias del Poder Ejecutivo. Sin embargo, pasados todos estos años, pareciera que lo que se hizo simplemente fue crear una instancia más para la pugna por controlar la justicia, una simple ampliación del campo de batalla. La muestra de ello es la presencia de Oyarbide en el Poder Judicial.
La suma del poder
Todos los gobiernos aspiran a manejar los tres poderes. Y muchos lo logran. Eso transforma a la República en una virtual autocracia, con un presidente que decide lo que vota el Congreso y que resulta inmune ante la Justicia, que falla a su favor en los temas decisivos.
Es el sueño de todo gobernante y, en el caso de la Argentina, se suele justificar con argumentos presuntamente revolucionarios: un país como el nuestro reclama transformaciones radicales, que demandan una importante concentración del poder.
Pero los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner llevaron esta idea hasta su expresión más intensa. Y así como el INDEC es una muestra simbólica de la mentira en el terreno de los números y la economía, Oyarbide lo es en el campo de la Justicia.
Todas las causas judiciales más urticantes para el Poder Ejecutivo cayeron en el Juzgado de Oyarbide. Entre ellas, el juicio por enriquecimiento ilícito contra Néstor y Cristina Kirchner, debidamente archivado. Porque Oyarbide es señalado, justamente, como un engranaje funcional a la corrupción: toma a su cargo las causas más sensibles para el gobierno y las desestima, las archiva o no encuentra pruebas suficientes para condenar.
Desafiando las leyes estadísticas más elementales, las causas más relevantes llegaron al Juzgado de Oyarbide por un sorteo que llama a sospechas y suspicacias, sobre todo si tenemos en cuenta el destino final de todas esas causas.
La protección del Juez Oyarbide por parte del gobierno es una devolución de atenciones que no requiere demostración. Y es la muestra más palpable de las dificultades para combatir una estructura de corrupción institucionalizada y percibida por anchas franjas de la sociedad.
En la Argentina no hay condenados por corrupción. Es como si existiera un consenso tácito en la clase política, aceptado por el resto de la sociedad. “Todos roban” es una frase resignada que se escucha a menudo cuando se habla del tema. La política se alimenta de fondos públicos, se financia con el presupuesto, con coimas y truchadas de todo tipo. Y esto está aceptado. Todos sabemos que las cosas ocurren de ese modo. Y los pocos casos que llegan a la Justicia, mueren en los cajones de los escritorios de los jueces, probablemente también ellos rendidos a la corrupción de todo el sistema.
Brasil destituyó un presidente por un caso de corrupción. Y Dilma Rousseff destituyó y denunció a funcionarios de primera línea, entre ellos a varios ministros sospechados de actos de corrupción. Pero en Argentina hemos aceptado, lo estamos haciendo, que la clase política sea inmune a la corrupción. Nunca hay pruebas. O nunca son suficientes. El caso Skanska es una muestra reveladora: los directivos de la empresa confesaron en su país de origen (Suecia) que pagaron coimas en la Argentina pero aquí la Cámara Federal Nº 1 sobreseyó a los imputados.
El último escándalo
Si Oyarbide está nuevamente sobre el tapete en estos días es en razón de un hecho insólito. Y muy revelador acerca de la degradación de la Justicia argentina. Oyarbide envió una comisión policial a allanar la Mutual Propyme. Los policías, según denuncia uno de sus directivos, Guillermo Greppi, pidieron una importante suma de dinero para dejar sin efecto el procedimiento. Greppi llamó por teléfono al segundo de Carlos Zannini, el subsecretario legal y técnico de la presidencia, Carlos Liuzzi quien a su vez llamó a Oyarbide pidiéndole que suspenda el allanamiento, cosa que el Juez realizó.
Los argumentos dados por Oyarbide para el cese del procedimiento no podrían haber sido más descabellados y provocadores: dijo que en ese momento estaba “con gente agradable pasando un momento agradable” y que por eso decidió la suspensión.
Claro que luego no procesó a los policías acusados de coimeros ni prosiguió la causa contra la mutual. No hizo nada. Y, además, se siente tan impune y alejado de cualquier sanción, se siente tan protegido por el gobierno que comentó sus acciones con tono distraído y frívolo, como si la Justicia fuera su coto de caza y nadie en el país pudiera pedirle una rendición de cuentas por sus actos.
Lo que siguió fue aún más representativo del estado actual de la Justicia: la mayoría kirchnerista del Consejo de la Magistratura decidió un largo camino para interrogar a Oyarbide, un modo burocrático de protegerlo nuevamente y dejar que las imputaciones hacia él vayan muriendo.
Uno puede, razonablemente, preguntarse qué es esto. Cómo es que hemos llegado a este nivel de degradación en la Justicia. Pero hay una pregunta aún más dura y de respuesta más complicada.
Y es: ¿cómo podremos salir de esto?