jueves, 13 de septiembre de 2012
Hollande no leyó a Krugman. Por Gonzalo Neidal
Como
sobre casi todo lo que ocurre en economía, hay dos visiones sobre la crisis de
Europa.
Una,
echa la culpa de la crisis por la que transita el viejo continente, al
“neoliberalismo”. Un clásico. El neoliberalismo aparece como un fantasma que
recorre el mundo haciendo daño en las economías. Los gobiernos lo adoptan por
error, distracción o simple malignidad pues no hay ninguna causa material para
que ese horroroso sistema sea implementado.
La
otra visión nos habla de una Europa que vive desde hace años en un sistema muy
distante de las libertades comerciales y económicas que supone el maldito
neoliberalismo. Una Europa impregnada de estatismo, que durante décadas ha
vivido por encima de sus posibilidades reales, con estados que han gastado por
encima de lo recaudado y con países que han sido más austeros que otros, que se
han ocupado de sus temas fiscales más que otros, que han cuidado su
endeudamiento más que sus vecinos. En definitiva, que han hecho los deberes
mientras sus socios comerciales han relajado sus variables y, como era de
esperar, han entrado en crisis.
Todo
país en crisis, como es lógico, se niega a hacer ajustes. Si alguien habla de
recortes el pueblo se irrita y le pregunta a los gobernantes por qué ellos
tienen que pagar los platos rotos de la incapacidad de su clase dirigente. En
realidad, la situación a la que se ha llegado supone oblar las cuentas de una
fiesta previa, que consistió en gastos excesivos que estimularon los ingresos y
la economía durante largos años y que han desembocado en una situación que
ahora se ha vuelto insostenible.
Alemania,
la economía más fuerte de Europa, se niega a continuar financiando a países que
se resisten a implementar las reformas –dolorosas en muchos casos- necesarias
para que le economía pueda retornar a carriles razonables y recupere la
productividad aletargada a fuerza de años de subsidios y gastos excesivos.
En
este rol disciplinador y de liderazgo continental, también acompañaba Francia
en tiempos de Nicolas Sarkozy. Pero con el triunfo del socialista François
Hollande se pensaba que todo iba a cambiar, que el socialismo jamás podría
suscribir planes tan estrictos como los que impulsaba la Alemania de Merkel.
Pues
bien, pasadas algunas semanas, finalmente Hollande anunció su programa. Y
muchos se habrán llevado una sorpresa ya que el ajuste es formidable: 33.000
millones de euros sólo para el año que viene. Todos los ministerios gastarán
menos, dijo el presidente, excepto educación, justicia y seguridad. También le
impondrá un impuesto, por dos años, a los que ganen más de un millón de euros:
el 75% sobre el excedente.
Cuatro
meses después de llegar al poder, el presidente recibe ataques de la prensa y
las encuestas reflejan una caída en el grado de adhesión de los franceses para
con él. Incluso la izquierda de su propio partido le ha quitado apoyo. Las
previsiones de crecimiento para Francia, para 2013, no son demasiado optimistas
ya que rondan el 1%. En una entrevista periodística, Hollande dijo que “igual
que en Europa, necesitamos disciplina y crecimiento”.
La
palabra “disciplina”, pensarán muchos, es de neta raigambre neoliberal pues
supone recortar gastos del estado para achicar el déficit. Y esto, según los
más ortodoxos keynesianos, supone restar estímulos a la economía, achicar la
demanda en un momento en que se debería hacer lo contrario. Efectivamente, el
más fundamentalista y desinhibido cruzado de las políticas populistas para
Europa, Paul Krugman, en su último libro propone una fórmula muy simple para
Europa: gastar más. Como ello es muy difícil sin poner en serio riesgo la
vigencia de la moneda única, el economista norteamericano no tiene empacho en
hablar de los beneficios de una devaluación de las monedas locales (lo que
supone el abandono del euro) y las ventajas de generar un poco de inflación a
fines de reducir los salarios reales en los países con dificultades económicas.
Hollande
hizo su campaña electoral contra los ajustes. Pero una vez que llegó al poder, decidió
no comer vidrio. Uno podría preguntarse, razonablemente, ¿cómo es que la
dirigencia política europea, incluso la de izquierda, evite tomar por los
atajos sencillos y placenteros que sugiera Krugman y decida optar por los
caminos más ríspidos y complicados, afines a los sugeridos por Alemania? ¿Cómo
es que no se dan cuenta que tienen la solución al alcance de su mano y sin
traumas? ¿Por qué son tan estúpidos de no elegir el camino más sencillo y optan
por el más dañino?
Sí,
son preguntas retóricas pues la respuesta es obvia: hacen un intento de
recuperar equilibrios económicos perdidos y una disciplina fiscal abandonada
durante años. Claro que su esfuerzo puede fracasar. Cuando esto ocurra,
entonces llegarán a las políticas de “tirar la chancleta” propuestas por
Krugman. Eso supondrá la quiebra del euro, devaluaciones locales en los países
más complicados, rebaja inevitable de los salarios y el nivel de vida y
relajamiento total de la disciplina económica, lo que siempre conlleva a un
adormecimiento de la productividad, variable decisiva en toda economía que se
proponga desarrollo sustentable.
Es
probable que Hollande haya leído a Krugman. Pero, a juzgar por sus anuncios,
debe haberse hecho la idea de que la propuesta del economista norteamericano es
un tanto liviana. Por decirlo de un modo suave.
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