domingo, 2 de septiembre de 2012
Un artificio intencionado. Por Gonzalo Neidal
Clemente,
el personaje de Caloi, popularizó una sentencia filosófica fundacional que
atribuía a Alejandro Dolina: “todo lo que hacen los hombres es para levantar
minas”. Sin mayores pretensiones creativas podemos parafrasearla con otro
alcance: “todo lo que hacen los políticos es para obtener, conservar o
acrecentar poder”.
En
tal sentido, todo lo que hace el gobierno nacional es en búsqueda de la
reelección, único camino hacia la conservación del poder que hoy posee y que
sin duda se licuaría sin remedio en caso de que la presidenta deba abandonar el
sillón de Rivadavia, tal como prescribe la Constitución Nacional.
La
propuesta de extender la edad de votación hasta los 16 años, no es otra cosa
que la expresión de una convicción que tiene el gobierno: que puede sumar votos
entre los jóvenes de esa franja etaria con vista a su objetivo excluyente:
lograr la re-reelección de la presidenta. Todo lo demás, es secundario.
Es
una propuesta demagógica que pretende halagar la presunta madurez política de
los adolescentes. En forma paralela y concomitante, el kirchnerismo se ha
lanzado con furia sobre las escuelas a fines de adoctrinar alumnos, valiéndose
de los recursos del estado, de la facilidad de acceso a los establecimientos
por su situación de poder y de un despliegue propagandístico generado con
recursos públicos.
Que
se sepa, la demanda de votar para elegir autoridades de cualquier nivel político,
no ha sido ni es una aspiración de los jóvenes de la edad que aludimos (16 a 18 años). Las
preocupaciones afines a esa edad no transitan por la política sino, acertada y
razonablemente, por otros puntos de interés en los que la problemática de la
economía, la política, las leyes, brillan por su ausencia.
En
tiempos de la intendencia de Rubén Martí, probablemente para dar muestras de
modernidad y preocupación por los jóvenes, se implementó el voto no obligatorio
para los ciudadanos a partir de los 16 años. Y la experiencia resultó un fiasco
monumental: apenas un puñado de adolescentes concurrieron a votar. Los mayores
habían descubierto en los jóvenes una necesidad que éstos ignoraban. Y
continuaron ignorando.
Las
democracias más avanzadas y asentadas, carecen de este derecho que hoy, con
publicidad estatal, se intenta instalar en forma artificial en la Argentina.
Sólo un pequeño puñado de países con regímenes políticos autoritarios o
dictatoriales (Cuba e Irán, por ejemplo) han implementado un sistema similar.
En estos regímenes, el adoctrinamiento de niños y jóvenes es un rasgo esencial
de su concepción de lo que la política significa, de tal modo que la precocidad
en la incursión política no resulta extraña.
De
la mano del voto llegará, con naturalidad, el adoctrinamiento y el meloneo
institucionalizado en las escuelas, la politización de las currículas, la
manipulación de los programas, la orientación de los textos, la mirada única y
excluyente, la historia oficial.
Nadie
ha sido más claro que la ilustre pedagoga Hebe de Bonafini quien dijo que hay
que adoctrinar en política desde el jardín de infantes. También pertenecen a
Bonafini las loas a los guerrilleros de los setenta, a los terroristas de la
ETA y a los narco-terroristas de las FARC de Colombia. El que sepa sumar, que
sume: dos y dos, son cuatro.
Uno
se pregunta si tanto empeño en avanzar e imponer una visión uniforme sobre los
problemas argentinos del pasado y del presente, son un signo de fortaleza o una
muestra de torpeza y debilidad.
En
cualquier caso, el gobierno parece tener predilección por iniciativas
provocadoras, del tipo “pour épater les bourgeois”, que sin duda harán que
amplios sectores de la clase media, incluso votantes de Cristina en 2011, tomen
distancia ganados por la sorpresa y el escalofrío.
Es
como si el grotesco, que acompaña toda decadencia, hubiera comenzado a
expresarse con singular intensidad desde las cúspides del poder.
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