domingo, 2 de septiembre de 2012

Assange sí; Lanata no. Por Gonzalo Neidal


El caso de Julian Assange y sus revelaciones en Wikileaks nos ofrece algunas aristas risueñas, a la vez que grotescas. El caso es conocido: el periodista australiano, con la complicidad de un socio, logró el acceso a información secreta de diversas reparticiones del gobierno de los Estados Unidos, la reveló y generó una conmoción mundial.

Los comunicados e informes dejaban mal parado a Estados Unidos. Primero, porque su seguridad fue quebrantada y desairada al punto de la burla. Segundo, porque tomaron estado público conceptos y opiniones internas y secretas, cuya revelación expone –como cualquier fotografía íntima- gestos, dichos y poses que al traspasar la valla de lo confidencial, pone en evidencia aspectos privados de la diplomacia que, aunque pudieran sospecharse, al ser publicados ratifican la omnipresencia de una potencia mundial en intensa y minuciosa actividad diplomática.
El razonable interés de los Estados Unidos en obtener la extradición y juzgar a quien reveló sensibles asuntos de estado, ha movilizado la llama hipócrita de insospechados defensores de la libertad de prensa, tales como Rafael Correa y Cristina de Kirchner.
Ambos mandatarios, al igual que Hugo Chávez, no son efusivos amantes de la libertad de prensa. Más bien al contrario: detestan a toda prensa que no responda directamente a sus órdenes precisas, abominan de todo medio que ose criticar, cuestionar o disentir por sus respectivos gobiernos. No conciben otra prensa que la alineada con ellos.
Pero todos ellos adoran a Julian Assange y reivindican su derecho de revelar secretos de estado pues forma parte de la libertad de expresión. Si la actividad de Assange se hubiera desarrollado en sus propios territorios, ni Chávez, ni Cristina ni Correa hubieran vacilado en acusarlo de agente del imperialismo y lo hubieran encarcelado sin hesitar. Cuanto menos. Pero como ha sido Estados Unidos el blanco del ladrón de secretos, entonces el hombre debe ser ungido en los pedestales que caben a los héroes mundiales que luchan sin desmayo contra el imperio que sojuzga al mundo. Lo que no se acepta -¡ni cerca!- en la propia casa, se lo valora cuando la víctima es el abominable país del norte.
El gobierno detesta a Jorge Lanata y hace todo lo posible para que su programa no sea escuchado allí donde puede impedir su difusión. Gobernadores genuflexos intentan obtener crédito de la Casa Rosada, haciendo malabares para que Periodismo para Todos no se difunda en sus respectivas provincias. Todos conocemos, además, la intensa campaña contra el Grupo Clarín y contra todos aquellos medios no alineados con el gobierno nacional. En la Argentina, la libertad de prensa les importa tres pepinos al gobierno, a la presidenta y a los democráticos intelectuales pagados con el presupuesto nacional.
¡Pero no lo toquen a Assange! Ahí va en su defensa la embajadora Alicia Castro, admiradora de la Cuba de su tocayo y de la Venezuela de Chávez, cuya inclinación por la libertad de prensa, todos conocemos.
El grado de impostura es tan colosal que ya no puede sostenerse con ningún discurso. ¿Cómo explicar esta dualidad? De ninguna manera se proponen explicarla. Carece completamente de interés hacerlo. Pero ese uso utilitario de banderas y libertades tan sagradas, no hace sino mostrar la fragilidad extrema de un discurso que pretende aparentar solidez.
Assange está bien porque jode a los Estados Unidos.
Pero Lanata está mal porque molesta a Cristina.
Queda dicho: un gobierno con sólidos principios.


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