lunes, 21 de abril de 2014

Octavio Paz en su laberinto. Por Daniel V. González

El centenario de Octavio Paz nos intima a repasar, al menos, la trayectoria de su pensamiento y a releer con clave actual su obra más emblemática, El laberinto de la soledad.
Octavio Paz fue mucho más que un poeta, narrador y ensayista. Fue un intelectual que leyó e interpretó con pasión el tiempo que le tocó vivir. Enfrentó un siglo de mutaciones sin par, abrazó con esperanza el marxismo en su juventud para luego, ante las evidencias de fracaso que le iba ofreciendo la realidad política contemporánea, desembocó en el liberalismo, más acorde con su espíritu crítico y destino inevitable para muchos de los intelectuales más lúcidos de su generación, como Mario Vargas Llosa, Jorge Semprún, el chileno Jorge Edwards, en cierto modo Jean-Paul Sastre.

El Laberinto de la soledad es un ensayo sobre la idiosincrasia del mexicano, sobre su carácter y temperamento. Sobre cómo surgen sus rasgos de la historia de México. La Malinche, la curiosa celebración de la muerte, la chingada, el particular significado de la hombría, la reticencia a la confidencia, la discreción, su voluntad de no “rajarse”, aparecen a la par de las loas a la Revolución de 1910. Publicado en 1950, recibe aportes y actualizaciones posteriores que lo ratifican en sus líneas esenciales: el apoyo a la Revolución y la vindicación completa del nacionalismo clásico de la posguerra, lo que hoy, tras décadas de historia, ha derrapado hacia lo que llamamos “populismo”.
Muchas de las opiniones de Paz en ese tiempo coinciden en gran medida con las que en Argentina sostenía, para la misma época, la “izquierda nacional” que lideraba Jorge Abelardo Ramos. Propiciaba una suerte de nacionalismo latinoamericanista impregnado de marxismo. Se centraba en la necesidad de una fuerte participación del estado en la dirección del proceso económico y en su rol de empresario, el rechazo al imperialismo norteamericano, a quien adjudicaba responsabilidad en el atraso de México y de Latinoamérica y expresaba simpatía hacia la Rusia soviética a la que le reconocía eficiencia en lo económico aunque cuestionaba, de un modo poco enérgico en ese tiempo, la falta de vigencia de las libertades individuales.
Dice Paz, por ejemplo:
“En un país que inicia su desarrollo económico con más de dos siglos de retraso era indispensable acelerar el crecimiento ‘natural’ de las fuerzas productivas. Esta ‘aceleración’ se llama: intervención del Estado, dirección –así sea parcial- de la economía. Gracias a esta política nuestra evolución es una de las más rápidas y constantes de América”.
Se mostraba conciente de la falta de capitales para emprender el desarrollo mexicano:
“Uno de los remedios que más frecuentemente nos ofrecen los países ‘avanzados’ –señaladamente los Estados Unidos- es el de las inversiones extranjeras. En primer lugar, todo el mundo sabe que las ganancias de esas inversiones salen del país, en forma de dividendos y otros beneficios. Además implican dependencia económica y, a la larga, ingerencia política del exterior. (…) Sin duda la mejor –y quizá la única- solución consiste en la inversión de capitales públicos, ya sean préstamos gubernamentales o por medio de las organizaciones internacionales”.
Más adelante, amplía su preocupación por la falta de capitales pero esta vez apunta al socialismo soviético como una solución al problema del desarrollo de los países atrasados. Dice Paz:
“La ausencia de capitales puede remediarse de otra manera. Existe, ya lo sabemos, un método de probada eficacia. Después de todo, el capital no es sino trabajo humano acumulado. El prodigioso desarrollo de la Unión Soviética –otro tanto podrá decirse en breve de China- no es más que la aplicación de esta fórmula. Gracias a la economía dirigida, que ahorra el despilfarro y la anarquía inherentes al sistema capitalista, y al empleo ‘racional’ de una inmensa mano de obra, dirigida a la exploración de unos recursos también inmensos, en menos de medio siglo la Unión Soviética se ha convertido en elúnico rival de los Estados Unidos”.
Para Paz, el socialismo imponía graves sacrificios a la población pero daba respuesta al problema de la acumulación y el desarrollo. Dice, respecto de la adopción del socialismo: “En realidad, se trata de un recurso heroico en vista de la imposibilidad de elevar el nivel de vida de los pueblos por otros medios”. Paz tenía una visión un tanto cándida acerca de lo que hubiera significado la instalación del socialismo a escala mundial. Suponía la existencia de economías complementarias, de un intercambio justo, la supresión del lucro y la definitiva incorporación de los países atrasados al mundo moderno”.
Pero no se engañaba respecto de la vigencia de las libertades democráticas bajo el socialismo: “Nadie duda que el ‘socialismo’ totalitario puede transformar la economía de un país; es más dudoso que logre liberar al hombre. Y esto último es lo único que nos interesa y lo único que justifica una revolución”, dice.
Los bríos juveniles y el espíritu de la época hacen de Paz, al momento de escribir El laberinto de la soledad un nacionalista de izquierda que reivindica los diversos caminos que buscaban quebrantar la situación de atraso y postergación de los países de América Latina, Asia y África. Para él, tanto Cárdenas como Perón, Nerhu, Stalin, Mao, Tito y Naser apuntaban al mismo objetivo desde diversas tradiciones políticas y culturales. En plena Guerra Fría, con la revolución china recién comenzada, con la URSS que se consolidaba y extendía hacia la mitad de Europa, todo hacía vislumbrar un futuro socialista.
Todo cambia
Más de sesenta años después, hoy ya sabemos qué fue de todo aquello.
Nada queda del vigor de aquellos movimientos jóvenes que habían despertado la esperanza de una ancha franja de intelectuales latinoamericanos de izquierda. Todos esos atajos hacia el crecimiento y la modernidad se mostraron ineficaces e impotentes. Con el paso de los años el horizonte socialista que se vislumbraba en la posguerra se fue diluyendo. El socialismo fue consolidando sus vicios y comenzó a aflorar su ineficacia productiva. Los chinos fueron los primeros en advertirlo y encabezados por Deng Xiao Ping lograron torcer el rumbo que los conducía a la implosión. Los soviéticos y Europa del Este, en cambio, sucumbieron.
Pero, además, el nacionalismo latinoamericano también mostró la cortedad de su vuelo una y otra vez. El reverdecimiento de los años setenta y su rápida extinción fue una confirmación de las limitaciones y precariedad de estos movimientos.
Paz supo leer con claridad estos cambios que se presentaban ante sus ojos. Su entusiasmo juvenil de los años 50 no menguó su espíritu crítico ni afectó su discernimiento. A diferencia de otros intelectuales, tuvo la valentía del análisis crítico de aquella esperanza nacionalista y socialista de la posguerra, que había sido devorada por la historia.
Paz se vuelve crítico de todo aquello que lo había entusiasmado en su juventud. E incluso, tras la brutal represión a los estudiantes en Tlatelolco en 1968, toma distancia del PRI. Sus textos posteriores, ensayos, reportajes y ensayos recopilados en El ogro filantrópico, nos hablan de su desencanto con el Estado y con el marxismo. Y vuelve –no podía ser de otro modo- sobre el Laberinto de la soledad, especialmente sobre sus agregados de fines de los años cincuenta, donde Paz mostraba un cierto optimismo sobre la perspectiva que abrían el nacionalismo y el socialismo para el mundo atrasado.
Ya no quedan ni vestigios de sus entusiasmos jóvenes. A diferencia de otros intelectuales que siguieron abrazados a las ideas socialistas y que han aceptado resignados su modo light, el populismo, Paz percibe la decadencia inexorable del sistema soviético, del experimento cubano y del propio régimen mexicano. Nos habla de “la degeneración del marxismo, en su origen pensamiento crítico y hoy superstición pseudorreligiosa”. Acepta que “en Rusia la clase obrera está más explotada y oprimida que en los países capitalistas” y se queja de la lentitud de los intelectuales (y de él mismo) para aceptar que en la URSS existían los “gulags”.
Sobre el rol de los intelectuales y su relación con el poder, escribe párrafos memorables que podrían leerse con provecho en nuestro país.
Dice:
“los intelectuales pueden ser útiles dentro del Gobierno… a condición de que sepan guardar las distancias con el Príncipe. Gobernar no es la misión específica del intelectual. (…) El intelectual, ante todo y sobre todo, debe cumplir con su tarea: escribir, investigar, pensar, pintar, construir, enseñar. Ahora bien, la crítica es inseparable del quehacer intelectual. En un momento o en otro, como Don Quijote y Sancho con la Iglesia, el intelectual tropieza con el poder. Entonces el intelectual descubre que su verdadera misión política es la crítica del poder y de los poderosos”.
Al reformular su pensamiento, Octavio Paz ha acumulado detractores que le imputan el abandono de sus ideas de juventud. Es que para el típico intelectual “progre” latinoamericano, Paz abdicó de sus convicciones revolucionarias y se vendió al mundo capitalista. Es que la izquierda latinoamericana forma parte del anquilosamiento del pensamiento revolucionario, de la momificación del marxismo y la impotencia de los populismos, incapaces todos ellos de aportar nuevos caminos a los que ya se reiteraron en el fracaso y la ineficacia.
Paz, al contrario, supo leer como pocos el transcurrir de la historia de su propio tiempo y tuvo las agallas, el talento y la libertad para reescribir sus puntos de vista al son de su espíritu crítico y su mirada latinoamericana. Por eso sus textos conservan su frescura y actualidad.
Y son universales.

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