domingo, 6 de abril de 2014

Linchamientos: garantistas en problemas. Por Daniel V. González

El linchamiento de un joven en Rosario y el ataque a varios presuntos delincuentes en otras ciudades del país, incluida Córdoba, ha abierto nuevamente el debate acerca de Justicia, sus alcances, vigencia y eficacia.
La Real Academia define el verbo “linchar” como “Ejecutar sin proceso y tumultuariamente a un sospechoso o a un reo”. Se trata sin duda del retroceso a una situación previa a la existencia de la ley. La vigencia lisa y llana de la ley del talión, la pura venganza como rústico sistema de justicia. Nadie puede dudar que se trata de hechos abominables, completamente condenables, para aquellos casos que excedan la legítima defensa y corresponda a ataques de delincuentes (reales o presuntos) en situación de indefensión.

Todo esto está claro. Las diferencias comienzan cuando se intenta explicar cuáles son las causas de este fenómeno. Por qué los vecinos han comenzado a reaccionar de un modo desmedido. Ahí las cosas no son ya tan sencillas. Hay dos líneas de explicaciones que se van repitiendo a lo largo de estos días.
Unos le echan la culpa a la ineficacia de la justicia. Sería la impunidad más la reiteración de hechos delictivos lo que alimentaría la furia de los vecinos que optan, cuando pueden, por tomarse revancha por mano propia en contra de delincuentes atrapados en flagrancia.
Los otros, niegan que la justicia sea ineficaz y atribuyen los linchamientos a otros factores que no están demasiado claros, al menos hasta ahora.
Linchamientos y política
Era inevitable que el fenómeno se politizara. Sobre todo porque ocurre a pocos días de que se conociera el nuevo proyecto de Código Penal impulsado por el gobierno.
La oposición, con matices, explica los linchamientos por la ausencia de una justicia eficaz. Existiría en la población una sensación de impunidad, de que los delincuentes no son condenados, que las penas son ínfimas, que la policía tampoco cumple con su cometido. En definitiva, que la población está a merced de los delincuentes y asesinos cada día. Esta situación, prolongada en el tiempo, ha llevado a la gente a un estado de alteración tal que muchos ciudadanos pacíficos, llegado el caso, se transforma en una turba violenta y aún mortal.
El oficialismo, sus juristas, periodistas y políticos, ha quedado embanderados con la posición opuesta. Defensores del “garantismo”, partidarios de moderar las penas a los delincuentes, se encuentran con problemas para explicar por qué ocurren los linchamientos. Qué ha pasado para que, en distintos lugares del país, la gente haya regresado al tiempo primitivo de ausencia de leyes y de vigencia del ajuste de cuentas.
Para Eugenio Zaffaroni, la agrupación Justicia Legítima y el grueso de la dirigencia política K, han sido nuevamente los medios de comunicación los que estimulan la sed de venganza y de justicia por mano propia. Ellos, al difundir los hechos de violencia perpetrados por delincuentes, contribuyen a crear un clima de inquietud propicio para los estallidos que desembocan en golpizas y crímenes a los delincuentes o presuntos tales, capturados con las manos en la masa. Tal la explicación de juristas, políticos e intelectuales.
Párrafo aparte merecen las alusiones presidenciales a estos hechos. La nueva versión de Cristina ya no proclama el “vamos por todo”, ahora se muestra como una amante de la paz. Lo celebramos. Es probable que esto sea la consecuencia, más que de una medicación apropiada, del descalabro político y económico en el que se desenvuelven estos últimos meses de su prolongada gestión.
Garantistas en problemas
Hay un hecho curioso. Los “garantistas”, como se sabe, son propensos a encontrar una explicación social al delito. El delincuente sería una víctima de una sociedad injusta, que lo margina, lo posterga y crea las condiciones para que se vuelque al delito. Tirando de ese hilo, llega todo lo demás: reducción de penas, negación de la reincidencia como agravante de condenas, Vatayón Militante, salidas recreativas, etc. Una preocupación extrema por la situación de los delincuentes, que no está mal en sí misma pues las cárceles no deben servir como un castigo que vaya más allá del encierro, que ya es bastante. Pero este trato benévolo para con la delincuencia, conlleva siempre una despreocupación hacia la situación de las víctimas, que es pasada a un segundo plano.
En el caso de los linchamientos, el “garantismo” pierde abruptamente su visión contemplativa para los que cometen delitos. La agresión de un presunto delincuente indefenso es claramente un delito incluido en el articulado del Código Penal. Pero para este caso los garantistas no contemplan ningún atenuante. Ni la alteración emocional que supone la inminencia de un peligro, ni el riesgo de daño padecido en el hecho. Nada.
Es curioso: si un grupo de ciudadanos habitualmente pacíficos comete un delito (como efectivamente lo es el linchamiento), eso desata la ferocidad de jueces como Eugenio Zaffaroni, que habitualmente encuentra mil razones para atenuar la pena de los delincuentes habituales y reincidentes. Pareciera que la falta de antecedentes opera en este caso como un agravante.
Abrumados por un contexto de criminalidad que no favorece su teoría, los garantistas van tomando conciencia de que sus puntos de vista sobre el derecho penal, las penas y la justicia no cuentan con suficiente consenso en la sociedad. Al contrario: la propagación del delito genera deseos de que los delincuentes reciban duras condenas que, si no tienen el poder inhibitorio suficiente, al menos preservan a la sociedad mientras dure la condena.
La siembra de una década
A los políticos y filósofos del gobierno les resulta complicado explicar cómo es que, tras una década ganada, el delito ha recrudecido y la violencia es cada vez mayor. Su teoría enuncia que si la situación social de los pobres mejora, entonces el delito debería disminuir ya que es consecuencia de la falta de inclusión, de la injusticia y de la miseria. Es evidente que no es esto lo que está sucediendo. O la teoría es falsa, o no ha mejorado la situación social en los últimos años.
En la difusión de la violencia, el gobierno nacional no es inocente. No sólo ha contribuido como ningún otro a transformar la justicia argentina en una burla sino que, además, se ha negado a cumplir fallos de la Corte Suprema. Algunos de sus seguidores han insultado a los ministros de la Corte y han amenazado con tomar su sede para el caso de que el organismo no fallara conforme a sus demandas.
La presidenta ha escrachado a comerciantes, ciudadanos y periodistas por cadena nacional, el gobierno ha llenado la calle de afiches con los rostros de políticos y hombres de prensa que no piensan como él, ha promovido el bloqueo de empresas, ha acusado de apropiadora de niños a la presidenta del multimedios Clarín, ha convocado al odio contra Uruguay por un diferendo menor y ha reivindicado a los terroristas de los años 70 equiparándolos con héroes nacionales. Hemos tenido a funcionarios como Guillermo Moreno, que agitaba con banderas, gritos e insultos contra la prensa crítica del gobierno y prepoteaba a quienes convocaba a su despacho.
Es la filosofía política que abona en Carl Schmitt y Ernesto Laclau y que tiene como exponentes destacados a Hebe de Bonafini, Estela de Carlotto y Luis D’Elía. Es la política del “ir por todo”.
Afortunadamente, ya está en retirada.
Ahora el gobierno balbucea acerca de lo malo que es la violencia entre argentinos.
Hubiera sido muy bueno escuchar estas sabias palabras hace varios años.

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