domingo, 6 de abril de 2014
Keynes sigue sin aparecer. Por Gonzalo Neidal
La
economía va mostrando su nuevo rostro, el del ajuste. Ayer se conoció que el
mes de marzo de este año se inscribieron un 35% menos de autos nuevos en los
registros de la propiedad automotor. También se supo de la quiebra de la
empresa que supuestamente iba a producir las cosechadoras que presuntamente se
iban a exportar a Angola, tras aquel viaje pintoresco en búsqueda de mercados
no tradicionales.
Los
empresarios pequeños y medianos saben que la actividad comercial ha caído desde
comienzos de año, sobre todo a partir de la importante devaluación de enero. La
corrección del índice de crecimiento del PBI, que se presumía iba a ser del 5%
y después retrocedió al 3%, ha hecho que algunas consultoras calcularan hacia
atrás, con la nueva metodología, y han llegado a la conclusión que las tasas
chinas no existieron jamás: Argentina habría crecido, en promedio, el 3,2%, por
debajo del 3,7% de la región.
Kicillof
y su librito
Estas
situaciones de caída del nivel de actividad económico son las más propicias
para que el ministro de economía pueda aplicar todas las teorías que ha venido
desarrollando durante estos años y que ha escrito en sus libros. Son meses
propicios para el reinado de Keynes.
Pero
no seamos injustos: una amplia gama de políticos argentinos suscribe, en
términos generales, el pensamiento económico predominante durante estos años.
Ahora, cuando llega la hora de ver los resultados que varios economistas
anticipaban, se van apartando con críticas a todo aquello que respaldaron
durante años.
La
madre de todas las ideas del populismo es que “la política predomina sobre la
economía”. Sin embargo, se trata de una idea acertada que el populismo ha
bastardeado y manipulado de tal manera que la ha degradado y transformado, en esta
versión pedestre y chabacana, en una mentira completa.
Nos
explicamos. La política, como diseño y concepción abarcadora, es la que
articula todos los aspectos de la vida de una sociedad, incluido lo económico.
Es la política la que establece los objetivos y construye las realidades, dicta
las leyes, determina las estrategias para alcanzarlos. En tal sentido, la
política tiene primacía sobre la economía, que es un aspecto, aun de
fundamental importancia, de esa arquitectura completa.
El
populismo toma esta verdad y la interpreta a su modo: que en economía todo
puede hacerse sin pagar consecuencias. La política opera ese milagro. Y de ahí
derivan otros postulados. Que la emisión monetaria no provoca inflación. Que
los aumentos salariales por encima de la inflación y de la productividad,
tampoco. Por supuesto, estas ideas vienen como anillo al dedo a la clase
política en general, que procura mostrarse sensible ante los naturales
padecimientos de anchas franjas de la población. Le gusta apelar al gasto
público sin límites y ahí aparece, muy convenientemente, la concepción que
concede a la política una tiranía sin consecuencias, sobre la economía.
Pues
bien, ahora que la economía manifiestamente está cayendo, que el nivel de
actividad sufre una merma importante, este es el momento exacto para que el
gobierno convoque a Lord Keynes y comience a expandir el gasto público para
impulsar una reactivación.
¿Por
qué no lo hace? Porque no puede hacerlo ahora.
¿Y
por qué no puede hacerlo? Porque ya lo hizo.
Y
lo hizo cuando menos lo necesitaba pues el flujo de recursos era sostenido y el
nivel de actividad era bueno.
El
sino populista
El
populismo es dilapidador por definición. Piensa que ha descubierto la fórmula
de sortear el camino habitual del crecimiento económico, que supone ahorro e
inversión para luego reproducir la producción en un nivel superior. Piensa
también que puede redistribuir el ingreso a voluntad y gastar eternamente por
encima de lo que recauda.
El
populismo fuerza un gasto público por encima de las posibilidades del país pues
eso le permite demostrar a los pobres que el gobierno, si es nacional y
popular, puede cambiar rápidamente la condición de los más humildes. Que es una
simple cuestión de voluntad y de concepción ideológica. Que los otros partidos
no lo hacen por pura maldad.
Claro:
el aumento del gasto público estimula el movimiento de la economía. Incluso la
hace crecer mientras el estímulo dure. Pero desencadena otras fuerzas que van
horadando en lo más profundo la situación de las variables más importantes. La
inflación, por ejemplo. La inflación es la madre de la mayoría de las protestas
sociales por adecuaciones salariales, por quejas por aumentos de tarifas y
precios. Deteriora el comercio exterior al atrasar el tipo de cambio. Y muchas
cosas más.
El
gobierno ha tenido el acertado criterio de colocar en el Banco Central a
alguien que lo maneja con concepto casi ortodoxo, poniéndole límites al joven
Kicillof, un keynesiano que ha tenido la mala suerte de llegar al ministerio de
economía en el momento en que hay que hacer un ajuste en tiempos de recesión.
Lo contrario a lo que proponía Lord Keynes. El estado se excedió en los años
previos, entonces ahora toman el mando de la economía las leyes económicas. La
“ortodoxia”, que no es otra cosa que el restablecimiento de la racionalidad
correctora de los desbordes previos.
Es
el sino populista, que ama la expansión del gasto público en ascenso y que se
encuentra desconcertado y ajusta a regañadientes cuando se agotaron los
recursos o las variables se deterioraron como consecuencia de la etapa de
dilapidación.
El
problema es que, restablecida la normalidad mediante la ortodoxia económica,
siempre habrá un gobierno tentado a gastar por encima de las posibilidades para
demostrarle al pueblo lo bueno y sensible que ese gobierno es.
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