Aunque no es imposible, luce muy poco factible que Cristina Kirchner ponga en funciones al nuevo presidente argentino el 10 de diciembre de 2011. Tampoco esa fecha aparece como inmutable.
Nunca fue tan evidente que las circunstancias se le han hecho muy difíciles a la Presidenta como para seguir en el cargo y reeditar fenómenos de alternancia como los protagonizados por Raúl Alfonsín en 1989 y Carlos Menem en 1999.
Como un monorriel, el gobierno de los Kirchner discurre por un curso de acción que carece de dirección y de freno, como si fuera derecho, una y otra vez, a la colisión.
En su extravagante comparencia ante el periodismo la semana pasada, la Presidenta se pareció extraordinariamente al Fernando de la Rúa de 2001, cuando marchó al desastre sin reflejos. Como aquel presidente desafortunado, el binomio Kirchner carece de un elemental sentido de la propia supervivencia.
El itinerario del matrimonio es ya previsible. Vienen haciendo lo mismo desde hace años. Cuando la realidad les demuestra que avanzan hacia el precipicio, no cejan en su obstinada decisión de elegir el camino de la inmolación estéril. Como yihadistas de las pampas, detonan sus cinturones de explosivos y se llevan puestos a sí mismos, y al país, una y otra vez.
Gran parte del daño que se infligen y perpetran es gratuito y no sirve a ningún propósito. Cuando, con el periodismo congregado en una atrabiliaria y autoritaria “conferencia de prensa”, la Presidenta eligió un largo sermón antes de resignarse a comentar nueve preguntas, se hizo evidente el engualichamiento kirchnerista con el desastre.
¿Cómo puede alguien que está en sus cabales alegar que el Gobierno perdió en todo el país “por poquito”, pero –en cambio– ganó en El Calafate, el “lugar en el mundo” que la hedonista Cristina eligió, pese a ser originaria de una provincia por la cual fue senadora? ¿Cómo puede quererse a una aspirante a líder política que atribuye su derrota en Santa Cruz a que ella y su marido no fueron más a menudo a esa provincia patagónica, justo ellos, que han consumido decenas de miles de litros de aeronafta en su incesante y voluptuoso peregrinaje de años a ese “resort” de glaciares, hotelería seis estrellas e imágenes paradisíacas?
Tras el porrazo descomunal del 28 de junio, los Kirchner acentuaron su asombroso estado de negación. En lugar de querer entender, se enojaron, en vez de escuchar, distribuyeron castigos.
Una de las fotos más tristes y apesadumbradas de la historia moderna de la Argentina es la que muestra a la señora de Kirchner haciendo comentarios periodísticos en el atril de la Casa Rosada, especulando confusamente sobre la cotización del peso argentino en relación con el real brasileño, y derrapando como ya es habitual.
Confunde el libro Guinness de récords con el libro de Ripley, y bautiza al partido de Martín Sabbatella (Nuevo Encuentro) con el nombre de la fuerza del gobernador Alberto Rodríguez Sáa, el Frente Es Posible. Y, encima, castiga a los cariacontecidos Massa y Randazzo con un plantón de granaderos de pie junto a una jefa que los maltrata y zamarrea.
Con eso nada puede construirse. Si el viernes 26 ya se advertía que llegaba la noche para el kirchnerismo, el rostro arrasado de Kirchner la madrugada del lunes 29, con Balestrini y Scioli de laderos funerarios, fue la quintaesencia de la demencia política. Se ufanó el ex presidente de que no hay fraude en la Argentina, sinónimo –según él– de sus virtudes, y paradigma de superioridad, como si debiéramos agradecerle que la ley haya prevalecido, condición básica y elemental de todo país normal.
Los resultados del domingo 28 son, empero, extraordinariamente provisorios. El 70 por ciento de los casi 19,9 millones de argentinos que votaron (el 71,5 por ciento de un padrón de casi 27,8 millones) se manifestó de manera serena por un cambio previsible y por una opción diferente. Es cierto que, como postula Hugo Quiroga desde Rosario, toda esta temporada electoral ha exhibido la “precariedad de la política”, pero también es verdad que, como señala Guillermo O’Donnell, “el poder de nuestros representantes es nuestro, de los ciudadanos, y sólo se lo prestamos para que ejerzan con plena dedicación al bien público”. Sucede que los Kirchner han sido prestamistas, no tomadores de crédito. Sólo saben estrangular desde la posición dominante.
La derrota, como sucede cuando uno anoticia de una novedad lúgubre, ha ido discurriendo lenta y dolorosamente por el sistema arterial de los kirchneristas. Hoy duele mucho más que hace siete días, porque no tiene remedio.
Los distritos grandes le llenaron la cara de dedos al matrimonio y ellos (ausentes y elevados en la estratósfera de la desconexión) no lo preveían en lo más mínimo.
En la Ciudad de Buenos Aires, el kirchnerismo recaudó el 11,6 por ciento; en Córdoba recogió el 8,7 para senadores y el 9,1 para diputados; en Santa Fe, el 7,7 por ciento para senadores y 9,5 para diputados; mientras que en Mendoza, con el 25,2 por ciento para senadores y 27 por ciento para diputados, fue duplicado por la avalancha de la Unión Cívica Radical y Cobos. ¿Cómo se vuelve de esta paliza?
Llegue o no al 10 de diciembre de 2011, la necia ceguera del Gobierno ha cursado en paralelo al surgimiento de una cultura política alternativa, mucho más sabia, tranquila y moderna. El oficialismo exuda una vejez irremediable, espectáculo decadente de un grupo de personas enojadas con ellas mismas y con la realidad. Esas opciones se perfilan, pero falta mucho para que cementen y tengan plausibilidad gubernamental.
Luego de los experimentos que se plasmaron en la Argentina de la última década, la actual oposición no tiene derecho a equivocarse demasiado. Debe optar por la inteligencia y el coraje, la madurez y la astucia, la grandeza y la mirada de futuro. Son palabras que expresan deseos, pero denotan además el aprendizaje lento de una sociedad que sabe cada vez más lo que no quiere, un pueblo que se parece a esas mujeres hartas de los maridos golpeadores y que un buen día los mandan al carajo.
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