lunes, 27 de julio de 2009

Con pena y sin odio. Por Marcos Aguinis


Es evidente que Horacio Verbitsky suda odio y resentimiento. Por eso debe sentirse dichoso como escriba de Néstor Kirchner. Ahora lo proyecta en contra de mí con llamativa obsesión. No quería responderle para no infligirle una herida. Una profunda herida. Además, sus acusaciones son groseramente falsas y ya las he desmentido varias veces. Confieso que me cansa repetir explicaciones, máxime si se basan en calumnias. Aprendí de Arturo Frondizi que no se las debe contestar. Por último, no me agrada escribir sobre mí.
Pero en fin, dedicaré un rato a dar respuesta a las mentiras de Horacio Verbitsky. También anuncio a los periodistas que no me prestaré a seguir con un debate tan estéril. Mi atención es demandada por cosas más importantes.
Sin conocer la vida de Horacio, confieso que lo admiré cuando publicó Robo para la corona. Me pareció una investigación seria y valiente. Util para nuestro vapuleado país. Además, sentía un gran respeto y valoración por la vida y obra de su padre, el novelista y periodista Bernardo Verbitsky.
¿Por qué empiezo con la memoria de su padre? Porque Horacio la mancilla. Me explicaré mejor.
Yo había conocido al escritor Bernardo Verbitsky cuando viajó a Río Cuarto para presentar su gran novela Etiquetas a los hombres. Pudimos hacer un aparte y hablar horas. Coincidíamos en nuestra decepción del sistema soviético, pese a mantener vivos los ideales y valores de la izquierda, y estábamos irritados con quienes calumniaban sistemáticamente a Israel. Bernardo se había convencido de que el anti israelismo muchas veces encubre judeofobia. Lo expresaba en su novela y en las conversaciones. Además, había tenido el coraje intelectual de criticar a Jean Paul Sartre por haber negado el gulag soviético.
Meses después me escribió, porque había empezado a trabajar en la DAIA. Descubrió un cuadernillo que yo había publicado en Río Cuarto, titulado “La cuestión judía vista desde el Tercer Mundo”. Había persuadido a las autoridades de esa institución de que efectuaran una reedición masiva, y solicitaba mi permiso. Yo acepté encantado. Cuando más adelante me radiqué en Buenos Aires, lo visité en repetidas ocasiones. Entre otros temas, hablamos sobre la suerte que tuve de abandonar la provincia de Córdoba antes del golpe de Estado, porque allí algunos empezaron a decir que yo me había “fugado”. Tenía sobre mis hombros el delito de haber publicado La cruz invertida y ser el intelectual más conspicuo de la ciudad, después del magnífico Juan Filloy. Bernardo estaba seguro de que si me hubiese quedado allá, podría haber corrido la suerte de muchos desaparecidos. Los dos sufríamos al enterarnos sobre el desfile de familiares que concurrían a la DAIA para buscar ayuda sobre parientes arrancados de sus casas. Fue entonces que surgió la iniciativa que, con patética bajeza, Horacio me achaca. No fue una bajeza, sino una determinación de la que me enorgullezco.
Frente a Bernardo Verbitsky los directivos de la DAIA me explicaron que hasta entonces sólo se habían ocupado de cultivar relaciones con políticos y gremialistas. Pero nunca con hombres de las Fuerzas Armadas. Para llegar a los altos mandos y gestionar el paradero y la libertad de gente desaparecida, estaban impotentes. No tenían muchos caminos, porque el antisemitismo era intenso. Por esa razón publicaron un cuadernillo sobre el general José de San Martín, encargado a un historiador llamado Grosso (que yo no conocía, pero sí Bernardo) y donaron la abultada edición al Ejército. De esa forma, establecieron contactos que les permitieron rescatar a algunos jóvenes. Querían llegar también a la Marina. Enterados de que en el año 1977 se cumplirían dos siglos del nacimiento del almirante Guillermo Brown, lucubraron publicar otro cuadernillo dedicado a este prócer y actuar de la misma manera. Bernardo Verbitsky se entusiasmó con la idea y afirmó que yo era el escritor indicado. Mi reacción fue negativa, quizá porque me sublevaba tener que bajar la cabeza ante los represores. “¡Pero se salvarán vidas!”, exclamó Bernardo, con los ojos brillantes por alguna lágrima.
En la misma época me habían invitado a dictar conferencias en Caracas (la democrática Venezuela que recibía muchos exiliados argentinos). Como lectura de viaje llevé en mi maletín materiales sobre historia de la Marina nacional. Hasta ese momento no existía una buena biografía de Brown. Sus peripecias me encantaron. Era un personaje que hubiera seducido a Dumas, Salgari, Conrad, Melville. A mi regreso acepté escribir el cuadernillo, pero sólo si yo me reservaba los derechos de una nueva edición. La DAIA estuvo conforme, sólo quería imprimir 5 mil ejemplares y donarlos a la Marina, para tender el puente que lograse rescatar a la mayor cantidad posible de desaparecidos. Hablé varias veces con Bernardo Verbitsky fuera de la DAIA, para pensar la forma del texto. Le gustó que empezara a mitad de su heroico periplo, porque atraparía el interés del lector. Quien se ocupaba de traerme las pruebas de imprenta ¡a casa! era Herman Schiller, otro redactor de Página/12 que pronto lanzó el valiente periódico Nuestra Presencia, muy crítico del régimen, y donde yo colaboré con intensidad. Schiller también trabajaba en la DAIA. Cuando falleció Bernardo en 1979, ahí publiqué una extensa necrológica titulada “Bernardo Verbitsky también es América”, parafraseando su novela Villa miseria también es América.
Mi folleto se fue extendiendo hasta convertirse en libro. Cuando estuvo terminado e impreso, la DAIA pidió a la Marina que le permitiese efectuar la donación de una forma solemne, para que este esfuerzo se irradiase a todos los mandos y, fundamentalmente, a los sitios de detención (este objetivo no fue expresado, lógicamente). En la DAIA me dijeron que yo debía concurrir, como autor del texto. Me pidieron que estuviese listo para acompañarlos apenas me avisaran. El acto se demoró bastante. Por fin se accedió a recibir la donación y a los directivos de la DAIA en el Edificio Libertad. El acto fue extremadamente informal, todos de pie, apenas se sirvió una bebida y habló el director de la Biblioteca, quien puso en claro que no todo el libro había gustado, aunque agradecía este esfuerzo. Massera NO concurrió. Un directivo de la DAIA preguntó si daban a conocer este acto a la prensa, dada la absoluta ausencia de periodistas. La respuesta fue categórica: “¡No! ¡De eso nos ocupamos nosotros!”. Y, en efecto, se ocuparon de que no saliera ni una línea en ninguna parte. No les resultaba grato que una biografía sobre Brown hubiera sido escrita por un judío e impresa por la DAIA. Sólo apareció una nota en el Diario Israelita.
De modo que Horacio miente cuando se refiere a este tema. Y yo estoy feliz de haber contribuido desde mi trinchera de escritor a salvar varias vidas. Además de haber escrito una obra sobre Brown, de cuyo ritmo y calidad no me arrepiento.
Por la misma época, Horacio Verbitsky estaba contratado por la Fuerza Aérea, pese a su pasado de montonero. ¿No debería darnos alguna explicación sobre su directa colaboración con sus odiados represores, ya que pide decencia? Mientras yo trataba de salvar vidas, ¿qué hacía él? Para no agregar: ¿qué hacían sus patrones, los Kirchner?
Otra grosera mentira de Horacio es afirmar que yo fui funcionario sólo 11 meses. Once meses fui secretario de Cultura, pero desde el 10 de diciembre de 1983 me desempeñé como subsecretario de Cultura. Y después de enero de 1987 seguí como secretario de Estado a cargo del Prondec (Programa Nacional de Democratización de la Cultura), considerada la idea más original de la XXIII Conferencia Mundial de la Unesco en Sofía, y que recibió apoyo y ayuda de las Naciones Unidas. Por ese programa, años más tarde fui nominado dos veces al Premio Educación para la Paz de la Unesco por iniciativa de otros países –enterados de la obra que había realizado para la activa participación de la ciudadanía–, ya que el embajador argentino decidió no respaldar mi candidatura debido a mi oposición política, seguramente.
Mi actividad pública cursó toda la gestión del presidente Alfonsín (cinco años y ocho meses), desde el primer al último día. Y conté con su apoyo entusiasta. El no olvidaba mis trabajos en el CPP (Centro de Participación Política), la Carta esperanzada a un general, que publiqué en pleno gobierno castrense, mi lucha contra todo tipo de censura (por eso nos llamaban “democracia pornográfica”), el odio que me tenía la ultraderecha (expresado por la revista Cabildo) y las tareas para hacer florecer una inolvidable primavera cultural en todo el país. Al terminar mis funciones, emergí más pobre que nunca, porque había desatendido mi consultorio profesional y debía reiniciar casi de cero.
Revela Horacio Verbitsky una bajísima calidad moral al acusar falsamente a mi fallecida esposa de haber utilizado mi auto oficial para asuntos domésticos. Nunca ocurrió tal cosa. Además, muchas veces ni yo mismo lo usaba porque era un cascajo con olores asfixiantes. Era más cómodo desplazarnos en nuestro auto o en el transporte público. ¿Qué pruebas tiene para lanzar semejante embuste?
En cuanto a su reiteración sobre mi jubilación de privilegio, ya he aclarado en cartas de lectores y otros medios que no es tal, porque hice todos los aportes necesarios, como marca la ley. Es más: pagaba en varias cajas simultáneamente por mis diversas actividades, y lo hacía desde muy joven, cuando me designaron jefe de Trabajos Prácticos en la cátedra de Neurología de la Universidad Nacional de Córdoba poco después de recibido.
En cuanto a mi posición sobre Oriente Medio, vuelve a mentir, y espero que sea por ignorancia. Debería leer mi novela Refugiados, crónica de un palestino y advertir la ecuanimidad y la información con que manejo este difícil problema. Pero ocurre que soy un judío que puede defender a los palestinos en sus justos derechos sin tener que, al mismo tiempo, renegar de los justos derechos que también asisten a los israelíes. No padezco auto odio.
Y bien, Horacio. Ahora que he limpiado varios asuntos de tu letrina, podés dedicarte a investigar mi otro rubro: mi familia. Tal vez descubras que cuando pequeño le levanté la voz a mi abuelita y entonces demostrarás que soy un degenerado. Porque tu objetivo es descalificar a las personas, no un debate racional. Ya te conocen.
Espero que después de esta larga explicación (sobre la que pido disculpas a los inocentes lectores), se calme tu odio, respetes mejor a tu noble padre y, sobre todo, te parezcas más a él.
*Escritor.

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