(Nota publicada en Crítica el 13/07/2009)
Cuando se apague el kirchnerismo, la generación del 70 habrá completado el ciclo histórico que la dictadura interrumpió bestialmente en 1976. Y quizá sea ésa la principal contribución que el ex presidente le habrá prestado a la joven democracia argentina. Como en un sueño recurrente, aquellos militantes, ya veteranos y con sus heridas sin cicatrizar, volvieron a intentar una construcción política. Kirchner les entregó el aparato ideológico del Estado mientras él se dedicó a gobernar con la ortodoxia peronista clásica. Esa alquimia le otorgó un beneficio del que no gozó ningún otro gobernante desde 1983: poder a discreción con cobertura intelectual.
Pragmatismo y pensamiento correcto, todo junto como en las buenas ofertas. La antigua teoría del “enemigo principal” se abrió paso nuevamente entre muchos referentes del pensamiento vernáculo. Frente a la posibilidad de un golpe de Estado, de la restitución del “viejo régimen”, del retroceso histórico, ¿quién se detiene en sutilezas como la corrupción o las formalidades democráticas? Hasta los denostados caciques del conurbano –antes impresentables en los lugares por donde circula la gente bien– se hicieron más aceptables. Lo que en los 90 era inadmisible y materia de investigación dejó de ocupar lugar en la agenda, bajó a la categoría de no urgente. Muchos prontuarios se perdieron en la Batalla de Stalingrado, incluso los de algunos personajes mediáticos que en otros tiempos fueron la encarnación del mal. No por casualidad, la primera aparición pública de Néstor Kirchner después de la derrota electoral fue para saludar a los integrantes de Carta Abierta. Esa visita estuvo cargada de simbolismos. Desde los mocasines del jefe hasta el lugar de la reunión, el nostálgico Parque Lezama, todo supo a despedida. Y también a gratitud. Allí estaban, a la intemperie, los antiguos combatientes que les dieron razón de ser a las más ingratas (y sucias) tareas del poder junto al hombre que los sacó del olvido. Vale la pena rescatar algún párrafo de la artillería verbal que esos soldados del intelecto prepararon durante estos intensos meses, desde que el campo emergió como el enemigo deseado, para comprender mejor de qué estamos hablando: “Los líderes del ‘partido del orden’, mientras aguardan el auxilio de la crisis, no pueden atravesar ciertos dilemas de parroquia: ¿Qué representación política dará finalmente el nuevo bloque agrario que trae la sorprendente fusión en las consignas de los agronegocios de los sectores que antaño se diferenciaban por distintos tipos de actividad agropecuaria? Una nueva soldadura material y simbólica ha ocurrido frente a las nuevas características tecnológicas y empresariales de la explotación de la tierra sobre el trasfondo de ganancias inesperadas. Se trata de un bloque ‘enlazado’ que, bajo un débil manto de republicanismo, se propone la cruzada restauradora y para hacerlo declara vetustos a los desvencijados partidos remanentes, exige una derechización social y pone en crisis también a las tradicionales representaciones del sector”. El setentismo sobreviviente, que no pudo erigirse como bisagra histórica de la transición democrática, encontró en la actual gestión una oportunidad para recuperar una épica y darle sentido a su discurso. Pero lo hizo a su manera. Como si el tiempo no hubiera pasado. No se modernizó. Modernizarse significaba, fundamentalmente, abandonar el autoritarismo y hacerse democrático. Amparada en la memoria, nuestra generación terminó siendo una traba para la renovación argentina. Encerrada en su rol de víctima, no hizo tampoco aquello que tanto reclamó en su tiempo: dejarles a los jóvenes el lugar, abrirles el paso. El mundo será como nosotros lo imaginamos o no será pareció ser la consigna. En una entrevista reciente, el joven dramaturgo Rafael Spregelburd explicó la difícil carga de ser hijos de la generación desaparecida por la dictadura, “una generación de personas que parecen odiarse”. Amarga queja que también se escucha en los ámbitos del debate político juvenil. “Ustedes nos tiran con los muertos”, me reprochó hace poco un militante treintañero. Tzvetan Todorov advierte: “Apoderarse de la memoria de un antiguo héroe o, lo que es más sorprendente, de una antigua víctima puede ser necesario para que el individuo o una colectividad afirmen su derecho a la existencia; ese acto sirve a sus intereses pero no le concede ningún mérito adicional. Al contrario, puede tornarlo ciego a las injusticias de que es responsable en el presente”. Hay que saber cuándo uno deja de ser presente y se convierte en legado. Para no causar daños innecesarios. Y permitir que otros hagan su tarea.
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