A fuerza de longevidad, ya nos hemos acostumbrado a la existencia de monarcas mujeres. En el caso particular de Inglaterra, ha sido el cine el que se ha esforzado en recordarnos que, en algún tiempo, fueron hombres los que calzaron la corona.
En realidad, hace ya mucho tiempo que palacios, nobleza y boato regio no son más que oropeles, que no se corresponden con el poder efectivo que ejercen reyes y reinas. Ha sido Oliverio Cromwell el responsable de tal situación. Cuando en 1649 ejecutó a Carlos I, decidió la suerte de la monarquía: la circunscribió a un rol decorativo y pintoresco y puso en su lugar al parlamento. Cromwell la relegó poco más que al módico reinado de las páginas de la revista Hola. Sin embargo, la postergación de las mujeres siguió hasta ahora en que fue resuelta su igualdad con los herederos masculinos.
El desplazamiento desde el poder unipersonal hacia el voto y los organismos colegiados, a la vez sustrajo el poder a los caprichos de la nobleza y lo depositó en las instituciones, más previsibles y menos arbitrarias que las decisiones personales de los monarcas.
La igualación de derechos entre hombres y mujeres en Gran Bretaña, que se resolvió conjuntamente con la autorización para que los miembros de la familia real puedan contraer matrimonio con católicos, significa una doble derrota para Enrique VIII, que supo poner gran empeño contra unas y otros.
Menos mal que en la Argentina estamos a salvo de herencias en materia de poder y que las instituciones tienen aquí una robustez tal que están por encima de cualquier designio individual.
¿No?
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