martes, 30 de junio de 2009

Nunca es demasiado tarde para la sensatez. Por Eduardo Fidanza


(Publicado en La Nación - Martes 30/06/2009)

El primer indicio de que los Kirchner entraban en el ocaso surgió durante febrero de 2008. La Presidenta había iniciado su gestión con alta popularidad y expectativas favorables. Pero al regreso de un verano sin esplendor los argentinos empezaron a retirarle el afecto. No había ocurrido todavía la crisis del campo y la explicación más consistente fue que la creciente inflación estaba astillando las esperanzas de la población. A los pocos días Cristina Kirchner denostó (y catapultó) la protesta rural, al denominarla, con fatales palabras, "piquetes de la abundancia". Esa misma noche la clase media -que suele decidir la suerte de los gobiernos- se precipitó a la calle a hacer sonar las cacerolas.
A partir de allí el matrimonio gobernante y sus cortesanos entraron en una fantástica trama de mentiras, negaciones, confusiones y soberbias. Detrás de la angustia y el mal humor que provocaba la inflación se escondía un hecho clave: aumentaban los precios y el Gobierno los negaba, falsificando con torpeza las estadísticas. La gente se sintió burlada. Pero la peor parte la llevaron los sectores populares, tradicional base electoral del peronismo: ellos fueron, a la vez, engañados en su buena fe y despojados de la capacidad adquisitiva de sus ingresos.
El sociólogo norteamericano Charles Wright Mills enseñó algo elemental que los Kirchner no tuvieron en cuenta: las personas comunes estructuran su conocimiento a través de dos canales: uno es la experiencia directa, que se verifica en la vida familiar, el vecindario, los medios de transporte, el trabajo y el consumo; el otro son los informes que reciben sobre los ámbitos en los que no están directamente involucrados. Por eso a la hora de engañar pueden pergeñarse fábulas acerca de lo que ocurre en los palacios, pero no de lo que sucede en la calle.
La buena sociología, aquella que perdura y conserva capacidad interpretativa, ofrece otra lección que los Kirchner despreciaron: el dogmatismo ideológico es una falsificación de cómo funcionan las cosas en este mundo. Los dogmáticos viven refugiados en una nube donde todo encaja y ajusta. No hay lugar para la incertidumbre, las paradojas o las mediaciones. El arte de entender empieza por no adjudicar estrictas causalidades a la compleja realidad, aunque eso signifique hacer aproximaciones y pocas veces tener certezas.
Los Kirchner, que se dicen progresistas, cayeron, en realidad, en una trampa destinada a los dogmáticos. Si los pequeños productores están alineados con la Sociedad Rural, debe haber un error. Si Carrió va con Prat-Gay, es de derecha. Si LA NACION publica encuestas desfavorables, se trata de una conspiración. Si los inversores extranjeros remesan ganancias, entonces expolian al pueblo. Si hay una interpretación historiográfica, política o económica distinta de la nuestra, los que la sustentan son enemigos del interés general.
Una larga lista de este tipo de razonamientos enredó a los Kirchner en una ficción nefasta de la que nunca quisieron salir. Presuntos intelectuales alimentaron con falacias esta ceguera y traicionaron la visión crítica que debemos esperar de la inteligencia. Si a eso se le suma la adicción por los sondeos apócrifos, se entenderá por qué la maldad popular hizo circular por Internet versiones caricaturescas de la película La Caída , en alusión al matrimonio gobernante.
A los Kirchner se les escurre el poder. Fue rápida la transición de la gloria al ocaso. Quizá lo explique otra enseñanza de la sociología, esta vez política, que desechó el matrimonio. Se vincula con la naturaleza de la legitimidad. Es un atributo que los gobernados otorgan a los gobernantes para reconocerles autoridad. No concluye sino que empieza con el voto. En la democracia moderna se legitima una gestión de gobierno por dos razones básicas: la mejora económica y la identificación con valores. Los Kirchner apostaron todo a la economía y se olvidaron de que la gente además de bolsillos tiene conciencia.
Recuperar la veracidad, empezando por sincerar las estadísticas, sería un paso en el sentido de los valores que la sociedad apreciaría. Nunca es demasiado tarde para la sensatez.
El autor es director de Poliarquía Consultores

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