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Los europeos tenemos en Obama un interlocutor dispuesto a actuar coordinadamente
La Unión Europea dice que se han puesto en marcha medidas suficientes, aunque en términos de PIB, el esfuerzo de Estados Unidos -último periodo Bush y paquete de Obama- es claramente superior ante una situación semejante.
Da la impresión de que Estados Unidos afronta la crisis como una emergencia nacional y global y moviliza todas las energías disponibles, en tanto que la Unión Europea actúa en orden disperso y sin la sensación de apremio y gravedad extrema con la que se percibe del otro lado del Atlántico.
La crisis financiera es global y sistémica aunque arranca en Estados Unidos. La resistencia a creer en las características globales e interdependientes del sistema nos condujo al error de contemplar la epidemia de las hipotecas basura y los derivados que se desató en ese país como enfermedad de ellos que no iba a convertirse en pandemia financiera global.
Por eso tardamos en reaccionar. Primero lo hizo Gran Bretaña y un poco después el resto de la Unión Europea. En áreas emergentes ha habido más retraso en asumir el carácter pandémico de la crisis y aún hoy se continúa negando la gravedad de la situación.
La actitud de Obama significa el reconocimiento, al mismo tiempo, de la magnitud de la crisis y de la necesidad de una respuesta conjunta y coordinada, en el corto y en el medio plazo. Esta predisposición nos ofrece la oportunidad de actuar conjuntamente en medidas anticíclicas y en las reformas necesarias del sistema financiero global.
Estados Unidos solo no puede. Fin del unilateralismo tanto en el terreno financiero como en el de la seguridad. Pero los demás, empezando por los europeos, tienen que asumir que sin Estados Unidos no podemos. Así que si tenemos la suerte de encontrarnos con un interlocutor que reconoce la dimensión de la crisis y está dispuesto a actuar coordinadamente, no perdamos la oportunidad, porque vale más equivocarse juntos y corregir sobre la marcha los errores posibles que no hacer lo necesario para salir adelante o resistirse a coordinar el esfuerzo. La próxima reunión del G-20 será la primera gran ocasión para comprobarlo.
No podemos caer en la tentación de buscar alternativas inexistentes al sistema, ni replegarnos en el sálvese el que pueda proteccionista que rechace la interdependencia económica y financiera de la nueva realidad mundial. Pero que no haya alternativas a la economía de mercado como sistema no quiere decir que no debamos reformarlo a fondo y cambiar su modelo de funcionamiento. Si volvemos al mismo camino, parcheando la situación, nos enfrentaremos en pocos años a una nueva burbuja, con efectos semejantes.
Corregir los manifiestos defectos y los grandes abusos que se han producido en el sistema financiero justificará ante los ciudadanos el enorme esfuerzo de salvamento de las entidades en crisis. Hay que hacerlo con un marco regulatorio claro y que sirva para todos. Con unos órganos de control globales y nacionales que respondan a las mismas reglas y con un especial rigor frente a los paraísos fiscales. Un sistema de alerta temprana debería advertirnos cuando el crecimiento de los flujos financieros sea excesivo, despegados de su función de intermediación de la economía real. Pero hay que hacerlo sin excesos regulatorios inútiles, armonizando lo global y lo local. "Pragmáticas pocas y que se cumplan, amigo Sancho": sabio consejo de Don Quijote a Sancho para el buen gobierno de la Ínsula Barataria en la que estamos.
El carácter global del sistema está implícito en la nueva realidad económica y financiera mundial. Por eso las reacciones proteccionistas antiglobalizadoras agudizarían la situación y la prolongarían indefinidamente.
Se pueden haber volatilizado unos 60 trillones de dólares, equivalentes a cuatro veces el PIB de Estados Unidos o algo muy próximo al PIB mundial. Esa inmensa burbuja de humo, llena de derivados, estructurados, hipotecas basura, etcétera, carente de transparencia y, a veces, de registros contables, ha aplastado a la economía productiva y generado un desempleo masivo, un corte de crédito que produce necrosis empresarial y una retracción del consumo que incluye a los que mantienen su renta o la mejoran por la bajada de tipos y precios. La desconfianza de ahorradores, inversores y consumidores continúa creciendo.
No hay que mirar a la Bolsa en la situación actual para tomar decisiones, dice Obama, porque los mercados de valores, alimentados cada día con malas o peores noticias, siguen cayendo, sin discriminar entre empresas con buenos fundamentos y empresas con graves problemas de balance o de resultados. Incluso las noticias que deberían ser recibidas como buenas provocan reacciones negativas de casi pánico. El ahorro no vuelve a la Bolsa y lo previsible es que ésta no toque fondo hasta el cuarto trimestre del año en curso.
Las intervenciones masivas e inevitables desde el ámbito de la política se han llevado por delante todas las teorías fundamentalistas de "la mano invisible" del mercado. Después de décadas separando a la política de su función en la economía de mercado, se la reclama para corregir el desaguisado. Pero ya se está culpando a la política de los males que no provocó, salvo por la ausencia impuesta por el pensamiento neoconservador dominante del "todo mercado".
Algunas ideas básicas se están generalizando para hacer frente a la situación. Se acepta la necesidad de salvar al sistema financiero, pero como los banqueros no gozan de buena opinión entre el público, hay que decir que salvar al sistema financiero es un ejercicio de responsabilidad ineludible, porque sin él no hay recuperación posible, y menos, sostenible. Pero ayudar a las entidades no significa asumir los errores de los responsables ni aceptar las simulaciones de los que se resisten a reestructurarse hasta que pase la tormenta que, sin ayudas, se los llevaría por delante.
También se asume que se incremente del gasto público de inversión que compense la caída del sector privado y que se establezcan ayudas directas e indirectas a las empresas en dificultades. Estas políticas keynesianas deberían acompañarse de reformas de carácter estructural para mejorar la productividad por hora de trabajo, transformando a fondo la negociación colectiva y la imputación de costes de la seguridad social, incluidos los del desempleo.
Tanto a nivel nacional como europeo, deberíamos intentar un nuevo pacto social para el siglo XXI, que cambiara las bases de aquellos que sacaron a Europa de la miseria tras la II Guerra Mundial y la convirtieron en una potencia económica e industrial exitosa y cohesionada. Hay que hacerlo mirando a la economía globalizada del siglo presente, a nuestra pirámide poblacional, a nuestra formación de capital humano, al valor que podemos añadir para competir y a la cohesión social que podemos financiar para defender nuestro modelo civilizatorio.
Gobiernos y oposiciones, actores económicos y sociales deberían sustituir el ambiente de greña y crispación por la cooperación responsable para sacar adelante a nuestras sociedades. Casi todo lo demás es accesorio en la realidad que vivimos aunque esté ocupando todas las energías. Si lo hacemos encontraremos objetivos movilizadores de nuestro aparato productivo, crearemos empleo y creceremos de manera más eficiente y sostenible. Si no, nos retrasaremos perdiendo una parte sustancial de lo que hemos ganado en las décadas anteriores.
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