Es
probable que ningún político del mundo haya sido tan odiado por los argentinos
como Margaret Thatcher, fallecida ayer.
Durante
los breves días de la Guerra de Malvinas ella se ganó todos los denuestos,
insultos y maldiciones del pueblo de este país. A nuestros ojos, era la
encarnación misma del Mal, el ser más abominable que pisara el planeta.
martes, 9 de abril de 2013
Vieja terca. Por Gonzalo Neidal
La
guerra que nos ganó consolidó su apodo, que la designaba como “mujer de
hierro”, seguramente estableciendo una comparación directa con Oliver Cromwell,
quien le cortó la cabeza a Carlos I para vaciar el poder real y establecer el
régimen parlamentario.
La
ira nacional contra Thatcher se reiteró ayer, en ocasión de su muerte.
Esta
furia, sin embargo, cuenta con una inconsistencia difícil de explicar.
Para
muchos y muy especialmente para quienes hoy gobiernan la Argentina, la Guerra
de Malvinas fue un acto criminal decidido por la Junta Militar que ejercía el
poder en esos días. Nuestra ministra de seguridad, Nilda Garré, por ejemplo, ha
dicho en algún momento que los muertos de Malvinas deben ser computados como
desaparecidos por la Dictadura.
Si
bien en aquellos años las calles estuvieron colmadas de gente en apoyo de la
decisión de tomar las islas, hoy ese hecho es catalogado retrospectivamente
como criminal y abominable.
Todos
sabemos que fue la derrota en Malvinas lo que derrumbó al gobierno militar
iniciado en 1976 y abrió paso a la convocatoria a elecciones en 1983 y al
proceso democrático que se continúa hasta nuestros días. Son muchos los que se
preguntan aún hoy qué hubiera sido de la democracia argentina si los británicos
no hubiesen derrotado a las Fuerzas Armadas nacionales.
Son
muchos los que especulan acerca de cuál hubiera sido el destino del gobierno
militar en caso de un triunfo argentino en esa batalla por las islas. Recuerdo
cómo, en esos años, medio en broma y medio en serio, algunos de mis conocidos
de la política celebraban entre dientes y reclamaban, con sordina, un monumento
nacional para el general John Jeremy Moore, comandante de las fuerzas
británicas en virtud de su contribución para con las instituciones democráticas
argentinas.
Los
militares de cualquier bando, muchas veces reconocen la valentía, arrojo y
valor del ejército enemigo. De hecho, los británicos han tenido esa
consideración para con los soldados argentinos. Pero Thatcher no goza de tal
prerrogativa. Para con ella, el odio argentino parece ser eterno. Sin embargo,
ella no hizo sino defender con patriotismo británico los intereses nacionales
de su propio país, en guerra con Argentina. Que su causa esté teñida de los repudiables
valores del colonialismo, de la malicia que supone la ocupación de un
territorio ajeno, es la objeción decisiva para el rechazo que proferimos hacia
ella.
El
hundimiento del General Belgrano, donde murieron centenares de soldados
argentinos, fue quizá el ingrediente esencial que alienta más aún nuestro odio
hacia Thatcher. Sin embargo, puestos en su lugar, ¿acaso Galtieri o Cristina
Kirchner no se hubieran decidido, en plena guerra, disparar también el
proyectil submarino que hundió al crucero?
Como
fuere, Thatcher ha quedado asociada al colonialismo británico como ninguno de
los otros gobernantes del Reino Unido, anteriores o posteriores, que mantienen
idéntica política.
La
odiamos porque nos ganó la guerra. Pero, curiosamente, amamos la democracia que
ella, con la derrota que nos infringió, contribuyó decisivamente a establecer
en la Argentina.
En
sus circunstancias, Margaret Thatcher, fue una genuina vieja terca.
No hay comentarios:
Publicar un comentario