El
fallo en el caso Marita Verón le cayó como anillo al dedo a la presidenta de la
Nación. Era justo lo que ella necesitaba para encontrar una veta por la cual
intentar captar el apoyo de una franja de la opinión pública que está
disconforme con la justicia argentina.
miércoles, 12 de diciembre de 2012
¿Democratizar la justicia es "oyarbidizarla"? Por Gonzalo Neidal
Cristina
parece decirnos: “¡Qué horror el fallo en el caso de Marita Verón! ¿Vieron? ¡Es
el mismo problema que tengo yo con la Corte Suprema! Son jueces que no
interpretan lo que el pueblo quiere y lo que la patria necesita. Por eso es que
se hace inevitable que tengamos una justicia que nos satisfaga. Que falle en
consonancia con el pueblo. En consecuencia… hay que democratizar la Justicia.”
Tal
la secuencia discursiva –obvia y grosera, tosca y rudimentaria- que nos plantea
la presidenta. Se queja del horror tucumano pero lo que verdaderamente le interesa
es la Corte Suprema y su posición sobre una par de artículos de la Ley de
Medios. Ahí apunta. Y a ningún otro lado.
La
indignación popular contra el fallo del caso Verón es, en un sentido,
justificada. Y en otro aspecto, no lo es en absoluto. Hay indignación porque,
nuevamente, un caso horrible como es el secuestro y la desaparición de una
mujer (con fuertes sospechas de haber sido sometida a esclavitud sexual), se
desliza hacia la impunidad. Otro crimen sin condena. La certeza pública de que,
más allá de los aspectos jurídicos del caso, el conjunto de los acusados
guardan ostensible vinculación con el submundo de la trata de personas en
Tucumán, con tolerancia de policía y gobierno. De ahí la indignación y la ira.
Las piedras y los vidrios rotos.
Pero
la justicia no necesariamente debe fallar en consonancia con las presunciones
populares. De ser así, estaríamos ante virtuales linchamientos. Conviviríamos
con una justicia que saca sus ojos de las leyes y procedimientos y los pone en
el humor del pueblo. Y esto vale para los fallos que nos gustan y para los que
no nos gustan.
Mano
dura presidencial
Se
respira en la sociedad la existencia de una exceso de tolerancia para con el
delito. La reforma Blumberg intentaba cubrir esa demanda. Fue propuesta y
aprobada en un momento en que la sociedad estaba especialmente sensibilizada
por el brutal crimen de un joven y se movilizó masivamente en búsqueda de un
mayor rigor punitivo.
Sin
embargo, el gobierno vive una contradicción. El “progresismo” del que se nutre
no es partidario de un endurecimiento de las penas para con los delincuentes.
Al contrario, el “garantismo”, cuya figura señera es el ministro de la CSJN
Eugenio Zaffaroni), tiene una visión claramente contrastante con la “mano dura”
que ahora, sorpresivamente, está pidiendo la presidenta.
Al
parecer, Cristina Kirchner percibió que el único modo en que puede lograr
cierto consenso para reformar la justicia es transformándose en abanderada del
reclamo popular por mayor rigor punitivo (tema que la gente vincula con el de
la inseguridad). Ya el domingo en el acto de Plaza de Mayo, la presidenta atacó
a la justicia con argumentos que suenan bien a los oídos populares. Habló de “jueces sin responsabilidad que dejan en
libertad a personas que vuelven a delinquir, a matar, a violar”. No es éste
el concepto de Justicia que se corresponde con la ideología progresista del
gobierno, sino más bien al contrario. Fue por eso que el Centro de Estudios
Legales y Sociales (CELS), que preside el amigo del gobierno Horacio Verbitsky,
criticó con dureza estos conceptos presidenciales. Lo acusó de legitimar “la
demagogia punitiva y el peligrosismo penal”. El CELS dijo que "estas afirmaciones distraen del debate sobre el funcionamiento de la
justicia penal y sobre las políticas democráticas de
prevención y reducción de la violencia y el delito que deben encararse”. En
la semana anterior, fue el propio Zaffaroni quien en una conferencia había
reiterado su conocido punto de vista respecto de que la reincidencia no debe
ser un motivo para agravar las penas.
Pero
si Cristina toma distancia de su principal referente jurídico y también de uno
de sus asesores más importantes, es por imposición de una necesidad política
perentoria: meter mano en la justicia. Con cualquier pretexto. De ahí que su
saludo y solidaridad para con Susana Trimarco tiene una lectura política
inevitable: identificarse con la sensación de injusticia que deja ese caso para
usar ese sentimiento popular genuino contra la Corte Suprema y otros jueces
díscolos.
Las
quejas sociales contra la Justicia son tomadas en forma fragmentaria y con
beneficio de inventario por la presidenta. Ella no ignora, por ejemplo, que
parte de la indignación popular proviene de la existencia de jueces como
Norberto Oyarbide, siempre favorecido por los sorteos de las causas cuya
resolución favorable es importante para el gobierno. Tampoco ha de escapar a la
perspicacia presidencial que salvo el insustancial y estúpido caso de Felisa
Miceli que olvidó una bolsa con dinero en el baño de su oficina, ningún caso de
corrupción ha sido considerado con seriedad. Ni siquiera los más manifiestos y
obvios. Nada de eso parece importar en este momento, ni formar parte del bajo
concepto que la opinión pública se ha ido formando de nuestros jueces. Ahora,
la presidenta aparece sumamente preocupada por un aspecto: la liviandad con que
los jueces liberan a los criminales y los fallos benignos que dictan.
¿Democratizar
“a la Oyarbide”?
No
se entiende bien qué significa, en el concepto presidencial, su propuesta de
“democratizar la justicia”. Pero podemos hacer algunas especulaciones al
respecto. Ya ha dicho la presidenta que quiere una justicia que funcione en sintonía
con el pueblo. Para ello, nada mejor que hacer que los jueces sean nombrados
por el voto popular, como es en Bolivia en este momento y como ocurre también,
con algunos cargos judiciales, en algunos estados de los EEUU.
El
voto popular para los cargos de la justicia, en nuestro país aseguraría que los
jueces pertenezcan al partido de gobierno y fallen en consonancia con el poder
ejecutivo. Y ese es el sueño de Cristina. Una justicia que haga lo que hace el
parlamento: ratificar los actos de la presidenta. Eso equivaldría a transformar
nuestro sistema hiperpresidencialista en una virtual dictadura en la que el
ejecutivo concentra los tres poderes pues el parlamento es apenas una marioneta
levantamanos.
De
ser ésta la incierta región hacia la que se dirige el gobierno, la degradación
de la Justicia sería vertiginosa. La formación técnica de los jueces pasaría a
ser irrelevante pues la lealtad política estaría en un primerísimo y excluyente
lugar. Pero, además, se correrá el riesgo de que la justicia se ejerza con las
encuestas, haciendo campaña electoral. Hay una interesante novela de de Tom
Wolfe, La hoguera de las vanidades,
que muestra una circunstancia similar y pone en evidencia, mediante el
disparate, cómo funcionan un sistema que se sostiene en cargos judiciales
electivos.
Si
de democratizar se tratase, el sistema que existe en Córdoba de juicios penales
con jurados populares (escabinos) no es una opción para desdeñar, en el caso de
que lo que efectivamente se pretenda es vincular los fallos, de alguna manera,
con el “timing” del pueblo aunque con participación decisiva de los jueces
técnicos.
Pero
todo indica que se apunta hacia otro lado. Que la indignación con una justicia
que resulta blanda con los criminales en realidad encubre una intención cierta
de presionar a la Corte Suprema para que sea más permeable a los intereses del
gobierno actual. Y, concretamente, respecto del Caso Clarín – Ley de Medios. Lo
demás, nos parece, es pura demagogia “pour la galerie”. Como están las cosas,
democratizar la justicia no parece otra cosa que “oyarbidizarla”, es decir,
llenarla de jueces afines al pensamiento del poder ejecutivo.
Y
eso es, ni más ni menos, el final de la república.
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