Apenas pude dormir la madrugada pasada. Un libro me dejó dando vueltas en la cama, mirando el techo cuadriculado de mi habitación. “El hombre que amaba los perros”, la novela de Leonardo Padura, estremece por su sinceridad, por el ácido corrosivo que lanza sobre la evasiva utopía que quisieron imponernos. No hay quien conserve la calma después de leer los horrores de aquella Unión Soviética que nos hicieron venerar cuando niños. Las intrigas, las purgas, los asesinatos, el exilio forzado, aunque se lean en tercera persona le quitan el sueño a cualquiera. Y si, encima de eso, uno vio a sus padres creer que el Kremlin era el guía del proletariado mundial y supo que el presidente de su país tenía –hasta hace poco– una foto de Stalin en su propio despacho, entonces el insomnio se torna más persistente.
Padura pone en boca del narrador que la suya fue la generación “de los crédulos, la de los que románticamente aceptaron y justificaron todo con la vista puesta en el futuro”. A la nuestra, sin embargo, le tocó amamantarse de la frustración de sus padres, mirar lo poco que habían alcanzado quienes una vez fueron a alfabetizar, entregaron sus mejores años, proyectaron para sus hijos una sociedad con oportunidades para todos. No hay quien salga indemne de eso, no hay quimera social que se sostenga ante tan obstinada realidad. La larga madrugada dando vueltas en la cama me dio tiempo para pensar no sólo en la basura escondida debajo de la alfombra de una doctrina, sino también en cuántos de esos métodos se aplican todavía sobre nosotros y cuán profundamente el estalinismo se instaló en nuestras vidas.
Hay libros –se los advierto– que nos abren tanto los ojos que ya no podremos volver a dormir en paz.
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