En los años setenta, sectores de la burguesía intelectual brindaban por la guerra revolucionaria desde las cátedras, los consultorios, los estudios de arquitectura, los recintos psicoanalíticos, etc. Otros tomaron las armas y murieron en la lucha. Algunos debieron exiliarse y varios fueron secuestrados y asesinados. Pasadas cuatro décadas, recambios generacionales y conmociones políticas que cambiaron radicalmente el panorama mundial, el kirchnerismo ofrece la oportunidad de la emergencia de un simulacro de aquellos protagonistas de una era de gran violencia. En estos tiempos, vemos cómo doctorandos y posdoctorandos conservan la mueca de un doloroso recuerdo y trasmutan la tragedia en un melodrama. Disponen una cara de pensador, profunda preocupación por el destino de la humanidad, compromiso con la verdad, y le ofrecen a la cultura oficial la necesaria espiritualidad que todo poder ansía. Son los populistas finos. Los otros populistas, los de barricada, aquellos que gritaban ni yanquis ni marxistas, han quedado en el olvido. Ahora ya no se grita. Nos acostumbraron a que se rumia, se mastica con parsimonia, en nombre de Gramsci, Benjamin, y se les agrega Scalabrini, Jauretche y Rodolfo Walsh, para que la salsa sea nuestra y universal a la vez. Ni hablar del docto que en nombre de Lacan, Althusser y Derrida, aclara el motivo por el que nos conviene un Chávez argentino. Para no amedrentar a la muchachada con vocablos exóticos, el populista fino sabe que tiene que emplear palabras punzantes para que alguien lo entienda. Dice entonces “neoliberalismo”, porque si no lo hace se queda sin demonio y sin prójimos. Si antes decía nihilismo, Viena y Weimar, sociedad de consumo, el Yo y el Tú, el Rostro y el Otro, vanguardias estéticas, razón instrumental y tantas efigies de una filosofía pastoral y amarga, ahora con el neoliberalismo tiene la nueva partitura para acompañar su miserere moral.
No es fácil ser un populista fino. Su rostro adusto debe posar al lado de la máscara hilarante y exaltada del jefe perverso. El puritano de las letras debe acomodarse a las intrigas del príncipe político. Para un perverso, el superyo es su socio. Puede decir las más ingentes barbaridades y traicionar a quien fuere sin que se le mueva un pelo. Cada norma, regla, ley, cada aspecto de la realidad, es una oportunidad que tiene para pintarrajearla como se le antoje. Practica el juego “ubuesco” del poder tal como lo definía Michel Foucault. El rey Ubú, el loco de Alfred Jarry, se aloja en el trono de todos los déspotas circenses de la historia. Cuanto más irrisorio es el modo en que ejercen el poder, tanto más desfachatado y menos importancia le dan a lo que se espera de su investidura; cuanto más escupen sobre los fundamentos que los legitiman, cuánto más mienten a viva voz, mejor exhiben la omnipotencia de su dominación. Nosotros disfrutamos con alegría la regencia de este tipo de personajes casi sin respiro hasta el día de hoy. Ejemplos: ¿No era ubuesco el Comité de Etica que formó en su tiempo Carlos Menem? ¿No constituían una demostración de poder ubuesco las candidaturas testimoniales de hace dos años? Este tipo de manifestación arbitraria y jocosa encarna el fenómeno de la soberanía grotesca, subproducto –como lo señala el filósofo francés– del ejercicio arbitrario del poder. Y este fenómeno tiene su efecto de resonancia. Por eso, hoy abundan los periodistas grotescos, los filósofos grotescos, los políticos ídem, sin olvidar que hay populistas finos también.
Gracias a este último agregado cultural, es posible que en tiempos electorales percibamos cierta elegancia de parte de los elencos oficiales. Producción de sonrisas, invocaciones a la diversidad y al pluralismo, tonada conciliadora, invitaciones a compartir tertulias, presentaciones de candidatos con cara de sobrinos preferidos y retoños cumplidores. Elegancia con poco Pérsico, casi nada de D’Elía, nada de Moyano, un Timerman y un De Vido meditando en la cucha, menos palabras dedicadas a la distribución de la riqueza –más aun cuando se quiere atraer a algunos votantes que en parte la poseen–, mucha Camporita juvenil y funcionarios con jopo y viola. Si hubo champagne en los noventa y sushi en el dos mil, los populistas finos y adláteres propondrán lo suyo.
Mientras preparan la mesa para el banquete triunfal, el doctor de los humildes hará uso de mala poesía y con retórica pomposa entonará una pasionaria para gloria de las multitudes, que evoca aquellos espectáculos de la inmortal Berta Singerman recitando la Marsellesa en el Teatro Municipal San Martín. No hay como Adolfo Bécquer y Amado Nervoudú para escribir las elegías kirchneristas. ¿No cumplían la misma función los evangelistas que acompañaban a los colonizadores con el fin de trasmitir un nuevo lenguaje en nombre de la salvación de las almas? Debemos admitir que el populista fino que antes sólo tenía ideas ahora tiene pueblo. Tiene la costumbre de llamar pueblo a los que no viven en Barrio Norte, como las gorilas María Belén y Alejandra, personajes célebres de Juan Carlos Colombres “Landrú”.
Estos nuevos actores de la escena política argentina no son para desdeñar. El populista fino, el economista canchero, las actrices extasiadas por amor al modelo, ah, cómo olvidarnos del periodista militante twitteando desde la trinchera, y el papá que vuelve a la secundaria para hacer la huelga con su hijo, todos estos protagonistas debutan en la escena política. Con la ayuda del dios del tiempo, Cronos, que nos da las lluvias que fertilizan las pampas, del dios Hefaistos que templa los hierros en los suburbios industriales de San Pablo, y de la diosa Métis, hija de Océano y esposa de Zeus –protectora de astutos y ladinos– recibirán, mediante la ayuda divina y la contribución ciudadana, la ansiada bendición de octubre.
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