Llegué a casa y escuché entonces el discurso del presidente cubano ante la Asamblea Nacional. Casi al final, anunció que se estaba “trabajando para instrumentar la actualización de la política migratoria vigente”. Sin embargo, en mis manos tengo ahora todas esas planillas para obtener la autorización de viaje y un pasaporte relleno de visas que no he podido usar. El jueves próximo debo llegar al evento BlogHer en San Diego, pero resulta impensable que las flexibilizaciones vayan tan rápido como para abordar ese avión a tiempo. Escuchando al nuevo Máximo Líder, evoqué a un amigo que decía medio en broma, medio en serio: “En Cuba ni las aperturas son tan abiertas ni los cierres tan cerrados”. En este caso, no puedo desprenderme del escepticismo que brota de mi experiencia personal, con 16 negativas de viaje en apenas 4 años.
La posibilidad de salir y entrar de nuestro propio país ha sido durante demasiado tiempo un elemento de coacción ideológica. Obtener esa tarjeta blanca que nos permite saltarnos la insularidad o la “habilitación” para entrar a territorio nacional, se ha condicionado a que seamos “políticamente correctos”. No creo, realmente, que el banderín vaya a levantarse a la misma altura para todos. Una lista de personas que no pueden salir quedará en alguna gaveta, una letra de tinta escarlata marcará a quienes no van a beneficiarse con esta reforma. No obstante, algo se mueve en la dirección acertada. Tengo al menos la esperanza de que cuando una mayor cantidad de cubanos logre viajar libremente, entonces se verá más bochornosa la inmovilidad forzada de otros.
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