domingo, 16 de enero de 2011

Nuestro juego de tonta rebeldía. Por Abel Posse

(Nota publicada en Diario Perfil)
Somos un país que se quiso europeo y de cultura occidental, pero nos pasamos nuestros dos siglos tratando de refunfuñar contra Europa y el Imperio imaginando un “ser argentino” y siendo poco leales con los valores occidentales. Marcelo Gullo distingue entre insubordinaciones fundantes e insubordinaciones estériles. En estas últimas nos anotamos. Nos gusta la insubordinación lúdica, la rebeldía de gestos repetidos que se quedan a medio camino.

Argentina es un país atípico en el panorama internacional. Si se acepta con Jünger que la rebeldía es la premisa para ser, hay que reconocer que la Argentina en muchas ocasiones trató de afirmar su presencia con una rebeldía (más bien declarativa) frente al “discurso internacional dominante”.
Desde el arranque hemos sido un país indócil. La Corona y la Iglesia no se preocupaban mucho por estos poblados perdidos entre pampas y travesías. La civilización así se tornaba teoría. Los decretos y las bulas se esfumaban en un silencio de leguas de pajonales. El desierto, lo abierto, protegía a todos los que hacían y los que no hacían nada. Paradójicamente, el desamparo amparaba. No es extraño que estas tierras hayan producido al gaucho mestizo étnica y culturalmente, como puente ambulante entre el mundo de la civilización y la barbarie. Anarquista por antonomasia, anarquista existencial. Lo abierto liberó hasta a los españoles que en América se sintieron salvados de la metrópolis estamentaria y represiva de su tiempo. Comprobaron que los temibles espacios eran, sin embargo, también la libertad. En la plebe conquistadora se produjo lo que más tarde se reiteraría en las sucesivas etapas inmigratorias: en la Argentina, en América, sintieron que empezaron a ser aquello que no pudieron ser en el mundo civilizado del que llegaban. En la barbarie del desierto resurgían las cuerdas de una humanidad y una hombría sepultadas en los seres más postergados y humildes. Tal vez esto explica que hayamos empezado a perder el respeto por esas “potencias centrales” y esa civilización que se erigía como modelo del mundo. Creció en nosotros esa seducción de la barbarie, como la definió con originalidad Rodolfo Kusch y que tanto preocuparía a Sarmiento. Vivíamos en la tierra nueva todas las posibilidades abiertas, cierto “vértigo de la libertad”, como lo describía Kierkegaard.
Curiosamente, nuestros héroes históricos se dividirían entre próceres civilizadores “fundantes” como Sarmiento, Roca, Avellaneda, Yrigoyen y rebeldes como Rosas, Facundo, Peñalosa, Guevara o Evita. Es de observar que la Argentina no dio santos ni tampoco policías memorables como Marlowe, Wallander, Poirot o Holmes. Nuestra literatura es mayor, reconocida mundialmente, pero nunca plasmamos la figura humana de uno de estos detectives que desenmascaran el mal y el crimen como mandato moral ineludible. Nada expresa mejor nuestra repetida ambigüedad que José Hernández cuando el sargento Cruz, que tiene que detener a Martín Fierro por orden del juez, se une al criminal que resiste valientemente a la partida enviada. Cruz pelea con Fierro como movido por el valor del reconocimiento al coraje y con desprecio de la ley. Ni Fierro ni Cruz son indios. Detestan racialmente a los indios y sienten que pertenecen al “mundo civilizado”, pero se les cae un lagrimón, según el maravilloso texto, cuando dejan atrás los últimos caseríos y se adentran en el desierto. Van hacia esa barbarie que tampoco les interesa ni les cuadra y que despreciarán en los terribles hechos del relato. Cruz muere enfermo, miserablemente, y Fierro logra fugar hacia la civilización después de matar a un caciquejo sádico.
Ya pasaron muchas décadas en la joven vida argentina, pero no hemos logrado abandonar el tic de la insubordinación estéril, de cierta simpatía ante el delincuente sin causa fundante. Ahora vivimos una etapa política, en este fin de mandato, donde se evidencia una vez más esta extraña dialéctica argentina. Somos un país de éxito probado, con gusto por la riqueza y la modernidad y el hedonismo en sus ciudadanos y sobre todo en sus gobernantes y, sin embargo, aparecen gestos (como aquella famosa “contracumbre” de Mar del Plata de 2004) donde demostramos una agresividad digna de la “etapa infantil” del izquierdismo progre. Una ya intolerable oscilación entre ser y no querer ser y seguir siendo.
*Escritor y diplomático.

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