Estos controladores permanecen poco tiempo en cada industria, para evitar que hagan relaciones con los empleados y puedan caer en cadenas de corrupción. En las fábricas de tabaco, deben registrar a los torcedores para que no saquen –entre sus ropas- las hojas o los puros ya terminados; en la Planta de Suchel del municipio Cerro se ocupan de buscar entre los bolsos de los trabajadores los extractos de champú o de perfume; en medio de la carretera chequean que cada pasajero de un ómnibus tenga su boleto legal y en Río Zaza debieron impedir que salieran las bolsas de leche o el concentrado de tomate. Entrenados para comprobar sellos, cerrar candados y anotar los productos existentes en un almacén, no han logrado sin embargo detener los constantes desfalcos. Imposible parece la tarea de crear burbujas de eficiencia y control en una Isla donde saquear al estado es una práctica de sobrevivencia.
La cuestión es que el gobierno sabe que la gente roba en cada centro de trabajo, pero también comprende que cerrar todos los caminos del desvalijamiento crearía un clima de mucha tensión social. Hasta ahora, la vista gorda ante la sustracción era una manera de mantener tranquilos a los infractores para que no fueran a demostrar su inconformidad de otras maneras más públicas. La mayoría de los ciudadanos es consciente de que aplaudir o callarse evita que investiguen sus vidas y salga a la luz el sustento ilegal del que se nutre su familia. La permisibilidad de la malversación ha sido durante largos años una eficiente moneda de cambio de la docilidad. De ahí lo difícil de erradicarla sin dinamitar el propio sistema. Los “carmelitas” no podrán evitar que se sigan sustrayendo recursos, porque la corrupción es la savia que nutre –fundamentalmente- a quienes mandan hoy las huestes de la auditoría hacia las calles.
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